Vuelve por sus fueros el viejo, el tenaz, el tozudo, el más insumiso e insobornable de los cineastas izquierdistas británicos, el rebelde que ya no permitiría que la ideología pase por encima de la realidad, el campeón del mundo obrero, pero sin afeites: Ken Loach.
Esta vez, en una nueva prueba de su libertad, para darle una paliza al Estado. O, para ser precisos, al modo en que la burocracia estatal se aleja de los propósitos para los cuales es creada, como pasa con todas las burocracias del planeta. Aunque provenga de un "Estado benefactor", no hay una injusticia que pueda dejar tranquilo al octogenario Loach.
Daniel Blake (Dave Johns) es un carpintero de Newcastle que, en el borde de los 60, ha sufrido un infarto. Los médicos le han impuesto una prohibición, temporal pero estricta, de trabajar.
Sin empleo, el carpintero carece de medios para sobrevivir. Por lo tanto, no tiene más opción que postular a un subsidio de incapacidad. Entonces se encuentra con el Estado, un laberinto sin rostro ni centro, atendido por call centers y sitios web, con invisibles decision-makers y funcionarios regidos (y medidos) por formularios y procedimientos.
Daniel Blake se enfrenta a ese monstruo con su triple exclusión: es un trabajador, un pobre y un viejo, abandonado también por la revolución digital.
Como suele ocurrir en el cine de Loach, los pobres se encuentran con los pobres de otras generaciones. En una sala de espera Daniel Blake conoce a Katie (Hayley Squires), una londinense con dos hijos pequeños que ha llegado a Newcastle solo porque le han dado una casa allí.
Mientras mantiene su silenciosa lucha con el aparato estatal, Daniel Blake ayuda a Katie a convertir su casa en un hogar.
Como todos los izquierdistas auténticos, Ken Loach es un realista estoico, que rechaza la especulación visual y tiende a la simpleza y la desnudez. Pero, siguiendo a los grandes autores realistas, es también un esteta, en el sentido más riguroso. Hay una muestra memorable en la secuencia del banco de alimentos: mientras recoge mercancías donadas, Katie sufre un incidente que la avergüenza.
Cada plano de ese momento está delineado con cuidado, para avanzar hacia un plano general, distante, de síntesis, donde Katie, Daniel Blake y la niña Daisy componen un escalofriante cuadro de humillación, miedo, desvalimiento, angustia, perplejidad, en fin:
todo lo que puede contener un instante de zozobra moral, un momento de pérdida del estado de humanidad.
Es verdad que se trata de una secuencia crucial, porque a partir de allí se despliegan muchas otras en las que Ken Loach busca materializar, con la organización de los planos y luego con la composición de uno solo que los condensa, la idea de que la injusticia social radica en todos, en el hecho de formar parte abstracta de un sistema mecanizado, sin solidaridad, sin humanidad, y conformarse con eso.
Old Good Loach siempre sorprende. Es un gran cineasta. Y no lo ha dicho todo.