El ciclo económico alcista se ha convertido en la gran ilusión de la política chilena. Todos los candidatos confían en que un aumento del precio del cobre activará el crecimiento y curará las heridas fiscales. Los analistas ya hablan de que Chile puede crecer un 3,5% en 2018 independientemente de quien gane la elección y hasta el 4% si vence un candidato pronegocios.
Este ritmo es admirable para un país desarrollado, pero es poco ambicioso para otro donde hay importantes bolsas de pobreza y gran parte de la llamada clase media está colgando frágilmente de la misma.
El debate está contaminado por el deseo del actual gobierno de imponer la idea de que sus reformas estructurales y sus errores de gestión no han sido más que un mal sueño provocado por circunstancias externas.
Hay razones para sospechar que la confianza en Chile se ha dañado profundamente. No solo un exceso de regulación frena las inversiones, también lo hace el runrún de una conversación política que no va a ninguna parte. Parte de ese runrún es el debate sobre la reforma constitucional o sobre el sistema de pensiones. ¿Adónde llevará un inversor su dinero, a un país que está conforme con su Constitución o a uno que lleva casi 40 años reprochándosela? Nada hay más miedoso que un millón de dólares.
A esta incertidumbre hay que añadir la falta de buenas reformas. Una lista de ellas figura en el documento "Propuestas para más y mejor crecimiento de largo plazo", publicado en julio pasado por siete académicos de las universidades de Chile, Católica y Adolfo Ibáñez. Entre ellas figura la necesidad de un nuevo sistema tributario -más simple, predecible y fácil de entender por todos-, la modernización del Estado, nuevos proyectos de infraestructura y políticas de desarrollo productivo, una amplia reforma educativa orientada al empleo del futuro y una serie de reformas del mercado laboral que le quiten rigidez.
También hay propuestas de reformas institucionales. Una de ellas tiene que ver con la regla de gasto que Michelle Bachelet ha vapuleado en sus dos mandatos. Y aquí surgen dos cuestiones pertinentes. Una tiene que ver con determinar hasta dónde ha quedado dañado el crecimiento de largo plazo del país. Eso definirá la profundidad de las reformas que hay que adoptar y el daño y la impopularidad que estas pueden reportar. La recomposición de la regla de gasto -y la posible incorporación de un límite para la deuda pública- quizás obligue a una reforma constitucional para que resulte creíble por los agentes económicos.
La segunda cuestión se conjuga con una apreciación. Antes de que despertara esta oleada de optimismo con el precio del cobre, muchas de las instituciones que antes se veían como virtuosas -la regla de gasto, los informes de productividad- estaban cuestionadas. Un buen número de analistas piensa que eso se debía al estilo confrontacional del Gobierno.
Si solo fuera una cuestión de estilo, bastaría cambiar el gobierno para arreglarlo. Y eso es lo que puede conducir a una situación engañosa. Del mismo modo que el crecimiento fruto del ciclo desincentiva la adopción de reformas estructurales, la idea de un Presidente providencial puede condenar al país.
Sebastián Piñera es ahora mismo el favorito para ser elegido Presidente, según todas las encuestas. Curiosamente, sobre él pesan no solo las amenazas antes descritas, sino algún incentivo perverso adicional. Su candidatura pregona que su proyecto es para ocho años, lo que le obligará a gobernar mirando para que alguien de su sector político le sustituya en 2022. Con ese horizonte estratégico, ¿tendría margen para las reformas si estas suponen imponer sacrificios?