Empecé a leer fervorosamente al comienzo de la pubertad. Para mí es imposible separar un fenómeno de otro. Leer era ante todo una forma de acostarme en cama durante muchas horas sin que nadie me reclamara por mi ocio. La lectura tenía que ver con mi también naciente deseo sexual. Las heroínas de las novelas, pero también las calesas donde viajaban estas, las chimeneas frente a las que dormían, las sedas que las vestían y desvestían producían en mí una excitación difusa e inexplicable que me resultaba tan deliciosa como la trama de los libros.
Leía de cuerpo entero. Olía los follajes, escuchaba el eco de las canciones, sentía el frío cuando hacía frío, me confundía en el calor descrito en el libro, cuando hacía calor. De Rojo y Negro me importaba muy poco qué hacía o decía Julien Sorel, sino el roce de los cuerpos muertos de miedo de encontrarse en los distintos rincones del salón, un guante por ahí, una Biblia en las manos de señora Rênal más allá. El placer de la lectura tenía que ver con la posibilidad de sentir al fondo de la piel y de los huesos las palabras que me guiaban a ciegas, como esos fósforos que muestran a relampagueos el túnel donde buscaba al mismo tiempo un tesoro y una salida.
Las ideas, los conceptos, los ojos o el intelecto eran lo que menos usaba en la lectura. No me importaba no entender del todo quién decía qué, no saber dónde iban los personajes mientras podía seguir el ritmo de la prosa, el lento o rápido choque de las palabras, unidas en extrañas concordancias y más extrañas divergencias también a un ritmo que guiaba el de mi corazón, mis venas, mi carnes temblorosas o no.
No podría haber disfrutado con el placer con que lo disfruté entonces, por ejemplo, Los adioses de Onetti o La búsqueda del tiempo perdido o Bajo el volcán . De otra manera igualmente placentera pero más incómoda leía Pedro Páramo , Los siete locos , de Arlt, El roto , de Edwards Bello, y sus sangrientas cuecas de prostíbulo. Renunciaba en cualquiera de estos casos a entender para dejarme llevar a los pantanos onanísticos, abrigado de toda sospecha porque se supone que me estaba cultivando.
No cayó en mis manos por entonces ningún libro de Joseph Conrad. Lo lamento. No tengo hoy el tiempo ni la sensibilidad para leerlo con todo el cuerpo como leía de joven. No creo que haya otra forma no solo de disfrutarlo, sino de entenderlo. Lo mismo pasa con Faulkner, Virginia Woolf o Clarice Lispector. Clásicos que no han perdido nada de su poder, aunque sean ahora cada vez menos los lectores que pueden darse el lujo y el peligro de comprometer su cuerpo en la lectura.
Hablo de un mundo muerto, me doy cuenta. La idea de que la novela es ante todo esa experiencia física es ahora una rareza reservada a señoras jubiladas y poetas desempleados. No hay tiempo ahora para que la novela se absorba en tu médula espinal. Es quizás lo que explica la floración entre los jóvenes chilenos de cuentos claros y concisos, en primera persona, sin saltos de narrador y en orden perfectamente cronológico. Una literatura que se puede leer en el teléfono celular de una sola sentada. Libros chicos, manejables, que puedes leer incluso parado mientras esperas que el metro deje de estar tan lleno.
Cuentos y no novelas, testimonios si no, muy sincero todo. Da lo mismo que los textos defiendan el feminismo trans, su prosa es generalmente conservadora, realista, fácil de asumir para gente apurada. A los nostálgicos del estilo se nos regalan a veces espacios en blanco entre párrafos enigmáticos. Pequeñas epifanías también rápidas, un guiño de ojo, una cita pop y otra culta, un instante de emoción genuina antes de dar por terminada una experiencia siempre breve pero completa, lo más completa que nos deja estos tiempos apurados en los que no hacemos nada útil, pero nos mantienen los jefes de este mundo perpetuamente ocupados o angustiados.
Es posible que esta nueva forma de leer esté produciendo obras maestras. Si soy sincero, debo reconocer que yo tampoco tengo tiempo para leer con todo el cuerpo. Si soy más sincero todavía debería confesar que tampoco tengo ganas. Y sin embargo queda ahí, como un proyecto inconcluso, la idea del libro total, la novela que penetra por las venas y asume tu carne como la suya. Sin esa forma de leer con toda la piel, no se entiende la literatura del siglo XX.
Quizás ese quiebre total con la forma de leer (y de escuchar música o ver cine y teatro) sea la señal más visible de estos tiempos. Quizás este siglo se permite las orgías y los escándalos porque reniega del cuerpo cuando este no se tatúa o disfraza. Quizás eso sea lo que separe del siglo XXI, el odio al cuerpo que libertinamente leía sin permiso de los ojos lo que los libros sin decir del todo decían.