Siempre he especulado con la posibilidad de hacer un documental totalmente inespecífico: algo que sea presente puro, registro de un día cualquiera en la vida de la ciudad sin ningún presupuesto ideológico o estético. Captar la realidad tal como aparece normalmente, en encuentros azarosos, conversaciones entrecortadas, hallazgos sorprendentes, tiempos muertos, ruido de fondo, en fin, todo lo que va urdiendo la trama de nuestros días, esas unidades metafísicas que usamos para proyectar la vida.
Con presupuestos estéticos me refiero a esto: para la realización de su película "Wonderland", de 1998, el cineasta inglés Michael Winterbottom, a fin de realzar el realismo de las historias cruzadas, quiso filmar las escenas callejeras como si fueran registradas por la cámara de las noticias televisivas, es decir, como hechos en pleno desarrollo. Tomó la precaución de no contratar para ello a camarógrafos de cine, que a su entender se hubieran engolosinado con la estética de la imagen noticiosa, con el manierismo del asunto. Trabajó, por tanto, con camarógrafos de los noticieros mismos, a quienes mandaba a cubrir por ejemplo una pelea protagonizada por personajes ficticios.
Sydney Lumet, en "Tarde de perros", usó recursos equivalentes en la parte inicial de la película. Recuerden como empieza: con tomas documentales de una calle soleada, gente pasando, autos, reflejos, pavimento, edificios, bocinazos. No hay extras, ni los autos están cronometrados según un libreto: es la realidad fluyendo no más. De ese espesor real se desprende un tipo que camina y se mete al recinto del banco: es uno de los asaltantes ficticios. En ese momento comienza propiamente la historia en su dimensión dramática. Que la historia sea basada en hechos reales ya es otro cuento.
En los dos casos hay una simbiosis entre realidad y ficción, en el entendido de que ambas categorías están hechas de materiales vinculables. En el corte ontológico consensual en el que vivimos, mantenemos a raya lo inventado de lo fidedigno, lo imaginado de lo experimentado con el cuerpo. Supongo que para los monjes tibetanos que se sepultan veinte años en una gruta tapiada en las montañas la distinción tendría que ser irrelevante.
Hace poco vi el hermoso documental "Carrete de verano", de 1984, que en cierto modo es para mí el ideal del género. O sea, el registro neutro que lleva al espectador primero que nada a entreabrir la boca por el reconocimiento inminente de algo que parece haberse extinguido pero que uno intuye vivo, persistente. ¿Qué es el verano de 1984? Aquello que en su momento no tuvo discusión, aquello que más que el en sí o el para sí era el porque sí.
Todo cuanto aparece en "Carrete de verano" uno quisiera retenerlo: el brillo de los ojos de los que hablan, la forma en que el pelo se vuela con el viento, los acentos, los sociolectos, el polvo de los caminos costeros, el humo de los cigarros, y esos bosques de playa que hoy deben estar reemplazados por resorts o edificios escalonados.