La Presidenta Bachelet ha insistido en su reciente intervención en la ONU en la necesidad de que las políticas públicas promuevan un desarrollo social y económico que pueda sostenerse en el tiempo. Esta idea, que es compleja, envuelve una innegable verdad. Los países, al igual que los seres humanos, pueden tender a comportarse como niños y, como tales, abocarse a satisfacer al máximo posible sus necesidades actuales, como si no hubiese mañana y el pueblo que lo habita esté compuesto únicamente por las generaciones presentes, olvidando que somos una comunidad que posee duración, que proviene de un pasado y se extiende hacia un futuro. Desprovisto de esa dimensión temporal, un pueblo pierde completamente su identidad, como un individuo también pierde la suya si se lo priva de su memoria. La Presidenta ha rozado, pues, un punto esencial, y es positivo que los gobernantes lo hagan y actúen, en consecuencia, más allá de la inmediatez.
Este principio, con el cual todos podemos estar de acuerdo, se torna más complejo cuando se aterriza en decisiones concretas, porque implica, necesariamente, sacrificar de modo parcial los intereses de las generaciones presentes en función de los intereses de generaciones futuras que todavía no existen y cuyas necesidades y requerimientos concretos desconocemos. El problema de la protección del medio ambiente y el uso razonable de los recursos naturales supone un cálculo riesgoso, porque las circunstancias cambian aceleradamente -la tecnología abre las posibilidades futuras de manera insospechada-, aunque pocos estarán dispuestos a aceptar, por ejemplo, que el agua puede ser consumida ilimitadamente.
Chile -y hacia fuera de nuestro país también es bueno observar- debe aprender de experiencias pasadas, en que la riqueza obtenida de manera efímera se logró a costa de una devastación ambiental irrecuperable. El dinero se esfumó, las generaciones y grupos a quienes les tocó en suerte disfrutarlo ya perecieron, muy usualmente no resta ningún capital simbólico o cultural de ese auge y, por el contrario, tras ello queda una huella de destrucción, fealdad y pobreza.
Al modo de producción capitalista, que es la forma epocal de organizarse la economía, sobre todo en su fase contemporánea, le pertenece una dinámica en que todo recurso debe ser explotado buscando la maximización de los beneficios, en un esquema de absoluta predominancia de lo actualmente presente, dentro del cual el futuro mismo es sometido a cálculo y reducido a ese presente.
Una buena política supone, a partir del conocimiento de la realidad incesante de esa dinámica, buscar compensar y amortiguar sus efectos negativos. Gobernar es construir las instituciones idóneas para contener y limitar las tendencias epocales adversas, porque son las instituciones y no las personas, precisamente, las que dan permanencia y duración en el tiempo a una política que tome en cuenta el futuro.