Reflejos de la ciudad , primera novela de Pablo Isakson (Chile, 1971), psicoterapeuta y docente universitario según leemos en la solapa del libro, es un ejemplo de las publicaciones que antes de ser entregadas a librerías necesitarían más trabajo de revisión y pulimento. Es un relato que obedece al propósito de crear personalidades complejas, enigmáticas y capaces de captar la curiosidad del lector. Sin curiosidad, sin el aliciente de saber lo que viene después no hay lectura posible, pero esta novela no posee ni el lenguaje ni la adecuada composición de la trama que despiertan en el lector ese ímpetu que lo pega a las páginas de un relato.
Su argumento es demasiado conocido: las tragedias individuales cuyo origen tuvo lugar en los años oscuros que siguieron al golpe de 1973. "A mi madre la torturaron y violaron durante muchos días y luego la tiraron desnuda en un sitio eriazo", confiesa Verónica, uno de los personajes principales del relato, quien ha regresado a Chile después de vivir durante muchos años en Polonia. Su llegada a Santiago abre un conflicto que se extiende a partir de su casual encuentro con Rocío, una joven estudiante de arquitectura que debido a los muchos azares que tienen lugar en la novela, se ha inscrito para participar en el curso que Verónica viene a enseñar en su universidad. Esta secuencia corre paralela con la historia de Gutiérrez, el personaje central de la novela, un antiguo médico a quien el consumo habitual de diferentes drogas y estupefacientes le permite sobrellevar su ingreso a la vejez, sus sentimientos de culpa y la soledad de sus días. Paulatinamente comenzamos a descubrir la proximidad de las dos historias: existen situaciones ocurridas durante los años oscuros de la dictadura que ambas comparten. La novela resalta este traslapo con una imagen homóloga bastante ingenua: sin conocer la cercanía de sus pasados, los personajes de cada historia se mueven dentro de espacios comunes que incluso les permiten escuchar sus conversaciones. Creo que la característica más singular de la novela es la organización de su cronología: todos los acontecimientos se ordenan en torno a una partida de ajedrez entre Gutiérrez y un enigmático rival (de quien nunca más sabremos) que tiene lugar en el primer capítulo del libro.
Pablo Isakson ha cometido el mismo error de los entusiastas que creen que para contar una historia interesante basta con escribirla. Son quienes olvidan la transpiración de que hablaba Hemingway, es decir, que en el modo de contar radica el valor estético del relato y que cuando ese modo falla, el mundo imaginario no puede sostenerse. Ya aludí al exceso de casualidades que ocurren en una historia que no tiene nada de mágica o maravillosa. La principal debilidad de la novela, sin embargo, es la deficiente caracterización de su narrador. Algunas observaciones solamente. Además de manejar un lenguaje muy reducido, comete demasiados errores que afectan la verosimilitud de su conocimiento y la perspectiva que a ratos proyecta sobre lo relatado: nos entrega informaciones innecesarias (argumentos de películas o la descripción de un menú que ofrecen a los turistas en la Patagonia) y, en otros momentos, nos preguntamos de dónde obtiene tales informaciones. Cuando conoce por primera vez a la presidenta de una federación de estudiantes afirma que "una pocas semanas antes había tomado la decisión de derogar una por una las leyes que gobiernan nuestro mundo", o cuando anota que una hija se parece a su madre, "a pesar de su cabello teñido y de sus cirugías estéticas" (¿cómo sabe esto?). Además, su perspectiva puede provocar un tono ofensivo: el machismo se transparenta al decir que Verónica es "una treintona mujer" o, en otra escena, que una madre conversa con su "treintona hija".
En síntesis,
Reflejos de la ciudad es una novela frustrada por donde se la mire.