Le debo a un joven colega rememorar el Santiago que viví de adolescente. Cada generación atesora sus recuerdos callejeros, que son no solo edificios y atmósferas, sino también maneras de experimentar la ciudad, de moverse por ella e interactuar con otras personas, pues en cada generación la ciudad expresa el espíritu de su época. Es así como uno lee, por ejemplo, con romántica fascinación, "El Santiago que se fue", de Oreste Plath, que reencarna los lugares y las vivencias de nuestros padres en un centro capitalino cosmopolita y elegante, de increíble intensidad diurna y nocturna, tal como les escuché contar tantas veces, y algo de lo cual lograron incluso hacerme percibir de niño.
Hoy, mi amigo me comenta la buena arquitectura del edificio donde tengo mi estudio, que de hecho es obra de distinguidos arquitectos, de una época -no tan lejana- cuando el mundo inmobiliario consideraba sin titubeos la calidad material y el buen diseño como valores imprescindibles para hacer un buen negocio. Le contesto que recuerdo perfectamente cuándo se construyó el edificio; incluso recuerdo la casa que hubo antes en su lugar. Es más: recuerdo el fantástico baile que hicimos, cuando éramos estudiantes universitarios, tambaleando entre los escombros de esa misma casa a medio demoler, vestidas las mujeres de largo blanco y los hombres de etiqueta, como fiesta de debutantes, para representar las contradicciones del momento. ¿Quién podría imaginar hoy que una empresa constructora prestara una demolición a un grupo de jóvenes para hacer una gran celebración de trasnoche?
Pero hubo muchas más: hicimos una fiesta abarrotada e inolvidable en el abandonado caserón del antiguo Club de Jazz que estaba en Pedro de Valdivia, entero iluminado con candelabros y decorado con cornucopias, los hombres de marineros y las mujeres de coristas, invocando el barrio chino de Valparaíso; en otra ocasión hicimos una enorme reunión, simulando un manicomio en la penumbrosa obra gruesa de un centro comercial... La verdad es que en esa ciudad, en esa época y para esa sociedad, paradójicamente bajo el peso ominoso de una dictadura, no era difícil que nos prestaran los espacios que solicitábamos. Se confiaba en los estudiantes y en su voluntad de supuesta celebración, pero que en realidad era mucho más compleja: una profunda, sincera y legítima voluntad de expresión, aunque fuese de un modo abstracto, catártico, dulcemente cínico y sensual, tal como con los Muscadins en las postrimerías del Gran Terror de la Revolución francesa. Tal vez nuestra fiesta más memorable fue una noche de música en vivo sobre el puente Padre Letelier, cerrado con
permiso oficial para que pudiésemos bailar a nuestras anchas, a la luz de la luna, amos de nuestro destino, suspendidos sobre el alma de la ciudad.