Pocos se engañan que al legislarse sobre el aborto en tres casos -arduos para la conciencia de cualquiera-, se trata de la conquista de una primera línea de trinchera; resta una larga campaña. Como con el cierre de Punta Peuco, se escoge un escenario favorable donde se pueda incomodar a la candidatura de Sebastián Piñera. Se seleccionaron con pinzas temas filudos. Se trata de fortalezas que se conquistan en pos de una revolución cultural que sustituya a aquella de las banderas olvidadas de otrora.
Porque las llamadas tres causales -cada una de ellas una tragedia en sí misma- no eran más que un bastión a conquistar para ir al aborto total (suponiendo que aparte de derechos, no hubiera nada más envuelto en el asunto, quizás otra vida), al matrimonio igualitario y a la adopción homoparental. No se trata de que quienes responden a encuestas alienten este propósito, sino de la gran mayoría de quienes lo propugnan en público. Defienden -más bien, imponen- un vocabulario que califica con los peores epítetos a quienes no asumen la supuesta bondad de una evolución de la que se da por sentado que es inevitable y a la vez saludable. El horizonte más lejano que se puede divisar desde este navío al que se nos conmina a embarcar es aquel del "transhumanismo", un cambio revolucionario e ilimitado del ser humano asistido por la ciencia y la tecnología, en dirección estratégica hacia un alto grado de artificialidad. Podría tratarse de crear un ser andrógino, mezcla de lo masculino y lo femenino (la primera vez que lo escuché en este sentido fue hace unos 35 años).
Es impensable que esta tendencia sea compatible con la supervivencia de un orden civilizado si no aprendemos en este plano -como en tantos otros- a desgranar el trigo de la paja. Habrá que escoger, seleccionar y razonar caso a caso acerca de qué podría ser bueno y qué podría dañar. Nos preparamos para un largo proceso, donde valores y valoraciones continuarán dividiendo a progresistas y conservadores, aunque quizás no en el sentido político actual. Es demasiado intrincado para afrontarlo con una legislación abrupta como la que se propone. La libertad de conciencia -ojalá que ilustrada- debería ser norma en los casos límites como el aborto (y los contrarios a este, si quieren evitarlo, deberán aceptar una mayor enseñanza de la contraconcepción, aunque no les parezca la solución ideal). Los ciudadanos tienen pleno derecho a que en estas disyuntivas, muy distintas a la legislación ordinaria sobre el FUT por ejemplo, la libertad de conciencia de instituciones y personas sea resguardada con plenitud, que no sea forzada a una especie de revolución cultural provista de comisarios de puritanismo análogo al de la denostada Inquisición.
Ciencias y tecnología no explican toda esta nueva dirección. En el último siglo y medio ha habido un cambio sísmico en torno al sexo. Lo que antes simplemente se practicaba, ahora además se verbaliza. Posee tanto una faz de autodescubrimiento del hombre moderno -desproveerlo del aura de peligro- y otra de vértigo experimental por sustraerle el alma de misterio que le debe habitar. Hay ebriedad por colocar lo excepcional como normal y deseable; surge tanto de una genuina apertura de una sociedad liberal que sabe trasladar aunque no suprimir los límites; y de la temeridad y del instinto de
clown, de destrucción de ídolos que se idolatran a sí mismos como
dernier cri. En los apremios políticos se nos esfuma lo mágico y primigenio de la distinción de lo femenino y masculino, articulación primordial de la creación que se puede pensar y redefinir en su particularidad pero nunca abolir sin exterminar el fundamento de lo humano.