Los algoritmos que ordenan el mundo digital despiertan en mí un hervidero de sensaciones. Se mezclan en el caldero agradecimiento y duda; secreto, misterio y una inteligencia inalcanzable para mi cerebro. Su eficiencia me parece mágica, y su evolución, insospechada. Por eso y por su servicio en el día a día, algunas noches les prendo una vela virtual. Arrodillo mi mente y les doy gracias por favor concedido.
Con ellos todo se simplifica. Porque presienten lo que necesita cada cibernauta y se lo ponen a un paso del "clic". La crianza, el trabajo, las labores domésticas... la vida se facilita gracias a estos soldados de la tecnología. Por lo menos a mí, generación
baby boomer, me regalan un tiempo invaluable.
Sin embargo, anclado en su santidad hay algo que me preocupa: su magia de adivinarlo todo. Esta Zulma ubicua lee los deseos a partir de unas pocas acciones libres de una persona, y ahí la ficha.
Me explico. Unas cuantas preferencias musicales confidenciadas a Spotify, por ejemplo, y los algoritmos responden con una avalancha de posibles preferencias. Su intuición matemática ofrecerá oír nuevo contenido basándose en esa primera imagen que hizo del usuario. Con el tiempo aumentará la oferta, pero siempre ceñida a los propios límites.
En Netflix, series y películas
on demand esperan con paciencia que nos hagamos el tiempo para verlas. Y a medida que las seleccionamos, los algoritmos trabajan en una oferta que calce con lo visto o con lo que el servicio desea vender. Incluso, por si el sueño se ha interpuesto entre ellos y nosotros, ofrece ver lo que ya se vio.
Para amores está Tinder, que sugiere una pareja con intereses semejantes a los propios y que circula por el mismo barrio (en un país donde este muchas veces marca la cuna). Y está el todopoderoso Facebook, con sus múltiples satélites -como Instagram-, que ofrece hacer amistad con los amigos de los amigos.
Así, todo en familia y bajo control.
Cada cibernauta se convierte en un planeta con órbita demarcada por las propias limitaciones. Un traje a la medida que las generaciones de
millennials y
centennials visten desde la infancia, convencidas de que así es y será su vida, sin sorpresas, carente de entropía y de los avatares del azar.
Acostumbrados a su zona de confort, donde se elige de un menú conocido y se escoge aquello que en algún momento se experimentó, se les hará cuesta arriba lidiar con la sorpresa, con el desorden y el misterio, esencia de la vida.
Lo que no conozco, lo omito. Si no me gusta, abandono. El temor a enfrentar lo desconocido y la escasa libertad para abrirse a lo nuevo pueden explicar la costumbre de nuestros adolescentes de adormilar los sentidos con atracones de alcohol.
El mundo del trabajo necesitará, más que nunca, personas capaces de sorprenderse, de improvisar, de responder a lo inesperado y, además, de disfrutarlo.
La mejor herencia que se les puede dejar a hijos y nietos es la capacidad de abrirse a la vida y el convencimiento de que eso les traerá, sin duda, más alegrías que tristezas. Porque, como decía Jeanne Moreau, "vivir es arriesgar".