Daba una cierta tristeza leer esos mensajes que solían estar pintados en el interior de las antiguas micros: "Se hacen viajes especiales dentro y fuera de Santiago. Hablar con el chofer". La tristeza venía porque uno imaginaba una circunstancia pobre y un viaje por el día. Era muy distinto irse a la playa por todo un mes que hacerlo por unas cuantas horas, en atención, en este caso, a un exiguo presupuesto.
Las playas chilenas -se entiende que las no exclusivas- tenían una parte de pobres y otra de gente de recursos. En la parte pobre siempre llegaban micros Recoleta-Lira o Matadero-Palma con los veraneantes por el día, que ocupaban mucho espacio con chales, cámaras, pollos asados, damajuanas, radios y, en general, una expresividad expansiva.
Antes de que Tartufo opine apresuradamente, advierto que estoy recordando estas cosas con la mayor simpatía, sin dármelas de nada en especial. En tiempos anteriores al triunfo definitivo de la hipocresía, la pobreza tenía -aparte de sus aspectos dramáticos- una dimensión humorística, lo que era un alivio para todo el mundo, un modo de equilibrar psicológicamente la realidad adversa. Los que operan como representantes del pueblo, esa entidad abstracta, y los que hablan en calidad de expertos con voz oracular, en fin, ese tipo de personas emotivamente políticas, han terminado por exprimirle al pobre un último vestigio de redención: la posibilidad de reírse de su propia condición desmedrada. En la época de la que hablo cualquier cómico tenía en su repertorio chistes "de rotitos", bastante fomes si se quiere, pero al menos exentos de la negación obtusa del presente, donde la enunciación de la palabra roto es sancionada por las élites necesitadas de lavar su conciencia.
Pero me desvío totalmente del tema. A lo que iba era a lo siguiente: los viajes prolongados y lejanos subsisten como atavismos infantiles. Cuando un adulto expresa ese anhelo de distancias y de regiones desconocidas, no está sino poniéndose al día con el niño que fue. Si cuando chicos nos daban pena los viajes por el día, hoy sería el único tipo de viajes que podríamos concebir.
No recuerdo cuál fue el escritor que, consultado sobre la posibilidad de viajar a una ciudad prestigiosa, dijo: me gustaría mucho ir si es que esa noche pudiera estar durmiendo en mi casa. Es eso exactamente el punto crítico de los viajes al extranjero: tener que dormir en un lugar al que uno no pertenece. A mí me interesa Nueva York infinitamente, pero no quiero que se me haga tarde por allá.
Hablando con mi hijo mayor, que ha viajado mil veces más que yo, logré que me aclarara un aspecto importante de la vida anímica del viajero: me confesó que en hermosas y distantes ciudades había siempre para él un momento de desolación, aquel en el que vislumbraba a través de las ventanas de los departamentos la vida íntima de la gente local, aquello en relación a lo cual no había cabida. Era ahí cuando se sentía profundamente extranjero.