¿Puede haber algo macabro y bonito a la vez? Puede: el Concierto para chelo Nº 2 del polaco Krzysztof Penderecki (1933) parte pianísimo en los segundos violines, con un motivo de notas repetidas que se desgranan en descenso, hasta formar acordes tupidos pero acotados, un motivo que reaparecerá insistente en la media hora larga que sigue. El resto de las cuerdas se van sumando, mientras se expone una buena parte del material que se usará después y que incluye también notas repetidas en las campanas tubulares, con un resultado escalofriante, precioso.
Esta pieza, estrenada en 1983 por Mstislav Rostropovich, a quien está dedicada, tiene una construcción cuya coherencia se puede advertir incluso en la primera escucha, gracias a la obstinada recuperación de ideas, centros tonales bien plantados y, en el caso del concierto de la Orquesta Sinfónica el viernes, a una versión concienzuda como la que ofrecieron el notable solista chileno Celso López y el director holandés Daniel Raiskin. Después de la introducción larga, que dispuso al público en un concentrado silencio, el chelo de López comenzó su lamento con seguridad y volumen: el solista se oyó inspirado y con un sonido maduro que le sacó el máximo al lirismo sombrío que domina toda la partitura.
López brilló en los abundantes y exigentes solos y también en los diálogos nerviosos con una orquesta grande, como cuando intercambiaron una nutrida percusión. Hacia el final y luego de un sonoro clímax catártico, muy bien conseguido por Raiskin, un campanazo devuelve a la atmósfera de tiempo suspendido del comienzo, con el motivo de apertura esta vez extendido y en ascenso. El público ovacionó repetidas veces al solista, director y orquesta, por el triunfo de este viaje épico.
Hay también obstinación en el dedicado trabajo de Celso López, a quien hay que agradecer, además de este, los estrenos en Chile de los conciertos para chelo de Lutoslaski y Dutilleux.
Para el final, una energética versión de la Sinfonía Nº 7 (1812), de Beethoven, cuyo comienzo tranquilo da paso a un exultante
Vivace. Raiskin eligió tempos más rápidos y consistentes con el espíritu de esta obra feliz, y la Sinfónica estuvo reactiva a sus indicaciones, que pedían más y más potencia. En el famosísimo
Allegreto -que hace aquí las veces del movimiento calmo prescrito para una sinfonía clásica-, el director llevó el
ostinato de una negra, dos corcheas, dos negras también con velocidad, en coherencia con el marco de exaltación rítmica de toda la partitura. La lectura de Raiskin, menos parecida a las versiones al uso, tuvo justamente la virtud que se espera de un intérprete: que logre redescubrir la música.