Voy en auto por una avenida de doble mano y seis carriles. Estoy al volante. Para muchos, esto puede ser normal, pero para mí equivale a formar parte de una escenografía a la que asisto desde afuera desde hace ya muchos años. Nunca había conducido en una avenida. Nunca, en realidad; hasta hace poco, había manejado un coche. Pero un mes atrás saqué el carnet.
-Vas bien.
A la derecha, mi novio -dueño del auto- me acompaña con serenidad. A veces dormita o mira su celular: su despreocupación condensa una curiosa fe en mí. Pero yo no estoy tranquila. Estoy alerta como un animal pequeño -el menor de la cadena alimentaria- que se interna en un bosque oscuro. Y estoy, a la vez, llena de un vértigo que se parece al enamoramiento, es más: al primero de todos. Al que se vive como una batalla ganada.
La primera vez que intenté manejar fue a mis veinticinco años, en una calle desierta donde había un solo vehículo estacionado. Casi choco contra ese auto. La segunda vez que quise hacerlo fue a los 30, cuando contraté los servicios de una instructora que también era psicóloga, y que me enseñó a conducir pero no logró liberarme de un trauma: la idea de tener un coche a mi cargo me espantaba. Estaba convencida de que acabaría chocando o cayendo por un acantilado -incluso, tenía sueños recurrentes con eso-. Así que no me presenté al examen. Y tampoco lo hice a los treinta y seis, cuando tomé un segundo curso en el Automóvil Club Argentino (A.C.A.), alentada por lo que decían mis amigas: "Sacar el carnet en el A.C.A. es como egresar del kínder". No pude comprobarlo, porque el día del examen, yo, que cursé seis años en la Universidad de Buenos Aires, que nunca saqué notas menores a un nueve, tuve la certeza de que reprobaría, entré en pánico y me quedé en mi casa.
Por esta clase de cosas, pasé media vida como si fuera una kelper en ese concurso de naciones que son las calles, las rutas y las autopistas. Al no conducir había por lo menos un veinte por ciento del contenido de un diario que no entendía cabalmente (las muertes por accidentes de tránsito: Argentina es el país con más muertos a nivel mundial) y quedaba afuera de algunos chistes. Un día -todavía lo recuerdo-, un presentador de radio comparó el deseo sexual con el embrague: "Cuando estás besando una chica es imposible que no quieras pasar a algo más. Es como cuando el auto te pide pasar a tercera", dijo. No soporté no entender de qué hablaba. Y empecé a preguntarme por qué era incapaz de dar el bendito examen, y qué sistema de signos anidaba en la escena trivial de estar al volante. Me lo pregunté en solitario y en el sillón del psicoanalista, hasta que dos años atrás conocí a un hombre que no se hacía -ni se hace- muchas preguntas. Y que encima vive en la otra punta de la ciudad, por lo que un auto empezó a volverse necesario.
-Vamos a dar unas vueltas, practicás un poco, sacás el carnet, y listo -dijo. Su comentario tenía la entidad de un trámite que no exigía de mí nada de cuerpo o de cabeza: nada de historia. Lo miré. No sé qué represente "la conducción" para mí. Pero librarme del significado podía ser una buena estrategia.
Así que dimos unas vueltas, practiqué un poco. Y sin pensarlo demasiado -sin pensarlo nada, en realidad: esa era la clave-, saqué el carnet.
Ahora, en la avenida, los autos pasan a los costados, miro espejos, calculo distancias razonables y siento el volante como si fuera la encarnación de todas las responsabilidades que tuve en la vida. Las palmas me sudan. Por el rabillo del ojo veo que mi novio me observa. Estira la mano hacia el equipo de música y lo enciende.
-No quiero ruido -digo.
Pero no me hace caso. O quizás no hablé en voz alta. Lo cierto es que empieza a sonar un concierto de Roger Waters y que todo parece suavizarse como si la calle fuera un escenario paralelo: un planeta sin herramientas suficientes para hacerme daño. "Me volví/ plácidamente insensible", dice Roger Waters en Comfortably Numb, y siento que algo se me afloja en el pecho. Y que tal vez no sea tan difícil estar a cargo también de esto.
-Ey, no llores. El que maneja no llora -dice mi chico y me pone una mano en el muslo.
Le hago caso.
La que maneja no llora.