Las mejores ciudades del mundo no son necesariamente las más poderosas, sino las más orgullosas. Del orgullo cívico depende el cuidado y la vigilancia ciudadana sobre el espacio público, la capacidad de compromiso colectivo con la gestión y los procesos de desarrollo (lo que llamamos difusamente "participación"), la capacidad de proponer y debatir visiones de futuro como temas importantes para la sociedad. En muchos países, ese orgullo cívico tiene en su origen una atávica competencia entre ciudades más o menos equivalentes si no en tamaño, en importancia histórica o económica. Pienso en la rivalidad entre Río de Janeiro y Sao Paulo, Quito y Guayaquil, Bogotá y Medellín, solo por nombrar nuestra región. Pero Chile es uno de esos países que tienen una única gran ciudad, glotona y malcriada; una condición desafortunada para el país y la ciudad, pues concentra el debate y las inversiones urbanas en un solo territorio, en desmedro de otros, e impide a la ciudad competir en calidad, identidad
y orgullo cívico.
Alguna vez Santiago y Valparaíso se miraron de igual a igual, y debe haber sido el mejor momento de ambas. Hoy Santiago es la megalópolis chilena y en ella habita la mitad de la población urbana del país. Esta desequilibrada condición hace que nuestra institucionalidad administrativa y política no encuentre el coraje de decidir que sea un solo individuo, una única autoridad electa, la que planifique, administre y supervise los destinos de la ciudad, a pesar del notorio fracaso del presente modelo de desarrollo de Santiago, subdividido en una treintena de parcelas, con planificación incongruente, sin visiones nítidas del total en el futuro y todavía una de las ciudades más desiguales del mundo. Y es que, aparentemente, nadie quiere arriesgar el escenario -normal en otros países- de que un alcalde metropolitano, representando nada menos que a la mitad de la población del país, llegase a incomodar la autoridad de un Presidente de la República.
En todo caso, esta época de comunicaciones masivas, horizontales e instantáneas tiene un fuerte efecto en nuestras ciudades: la distancia ya no es obstáculo para instruirnos sobre el estado del arte en materias de desarrollo urbano, que hoy implica, fundamentalmente, participación ciudadana efectiva. Más allá de Santiago ya vemos en el horizonte nuevas zonas metropolitanas que deberán aprender (y rápido) de los errores y
negligencias de la capital:
Iquique-Alto Hospicio, La Serena-Coquimbo, el Gran Valparaíso, el Gran Concepción, Puerto Montt-Puerto Varas, entre otros. En cada una de esas nuevas metrópolis se deberá debatir la necesidad de contar con una autoridad territorial, representativa y empoderada, capaz de llevarlas por un camino propio y señalado.