Si tomamos el universo del contenido de las charlas sobre la psicología y de los artículos que nos enseñan como ser mejores; si miramos con atención los adjetivos que desde en el colegio hasta en la prensa se aplican a alguien para darle poder, nos damos cuenta de que casi todo está enfocado a cómo sentirse o parecer seguro aun cuando uno no lo esté. De ahí viene el poder y el éxito. De ahí viene la fortaleza y de ahí nace la admiración y hasta el amor de los otros.
Y, sin embargo, somos por definición seres imperfectos. Y eso que parece una tragedia no lo es, porque es lo que nos da la fuerza para cambiar y superarnos, pero también la posibilidad de la compasión.
Lo que nos hermana a los hombres es nuestra imperfección y nuestra fragilidad. La ternura, la generosidad, la sensación de poder ayudar a otros a vencer lo que nosotros ya casi vencemos, eso es lo que nos hermana. Más que el poder y la gloria.
¿Por qué entonces no incorporamos nuestras fragilidades, nuestras pequeñas mentiras, nuestras actuaciones de fortaleza nacidas del miedo a la vida cotidiana, a las relaciones, a la amistad? Seríamos más sanos si nos hermanáramos en las imperfecciones, no solo para superarlas, también para asumir que son parte de la condición humana.
Mi discrepancia de fondo no es solo con que nos neguemos a aceptar nuestra condición de seres humanos. También lo es con la falta de diversidad en nuestros anhelos, con la calidad de los diálogos, con la relación con el poder, pero sobre todo con la falta de originalidad.
Hay que ser fuerte, luchador, capaz de salir adelante, ojalá inteligente o si no empeñosos, temer y arrancar a las derrotas.
Cuando yo era chica, habían señores (algunas señoras, pero menos) que hablaban de literatura y filosofía y política y las conversaciones eran cargadas de originalidad. Eso era lo que más me gustaba y lo que más echo de menos. Es tan predecible el diálogo cuando los valores y las metas en los sectores dominantes son tan parecidos. Y ojo, esos señores que echo de menos eran más puritanos y menos internacionales, y probablemente menos viajados y cultos.
Pero había una libertad para experimentar con las palabras y las ideas que se está perdiendo.
No soy quién para decir qué es bueno y malo para una sociedad. Pero sí tengo permiso para decir que no hay nada más latero que la predictibilidad que produce el miedo a ser distinto.