A los 39 años, Simone de Beauvoir descubrió que era mujer. Lo decía su carnet de identidad, su cuerpo, su falda todos los días. Gran parte de lo que había escrito hasta entonces giraba en torno a la extrañeza de ser mujer en un mundo, el de los cafés existencialistas, donde reinaban sin contrapeso los hombres. Lo más extraño de sus novelas hasta entonces era justamente lo natural que esto le parecía. Solo a los 39 se le ocurrió, empujada por su cómplice eterno, Jean Paul Sartre, escribir sobre ser mujer directamente y sin metáforas. Se hundió en la mayor fiesta intelectual posible, la de descubrir desde cero lo que se supone has sabido siempre. La de desmontar los supuestos sobre los que te sientan para sentarte desde otro cuerpo, desde otra historia, por fin tuya. De esa orgía intelectual nace, en 1949,
El segundo sexo . Mitad manifiesto de liberación de la mujer, mitad investigación antropológica y filosófica, la fuerza del libro nace de su mayor debilidad, su necesidad de pronunciarse, de dar solución efectiva y urgente a los problemas que denuncia al mismo tiempo que los estudia, documenta, descubre en el mismo momento. Un defecto eminentemente francés, el de preguntarse siempre qué posición adoptar ante las cosas, para solo entonces dignarse a estudiarlas.
La sorpresa que le dio origen se esconde en este libro que revindica a la mujer, pero busca impresionar por su erudición, su tamaño, su riqueza bibliográfica, a los profesores hombres de finales de los años 40 (profesores que pertenecen quizás a un tercer sexo). Esa misma sorpresa vive en cada página vibrante de su tetralogía autobiográfica (que comienza con
Memorias de una joven formal y termina con
A fin de cuentas ). Escrita con la prosa cuidada y clásica de la buena alumna del internado de monja, describe la batalla por ser a la vez una mujer libre y una intelectual comprometida, como una aventura llena de casualidades afortunadas, de descubrimientos tardíos, de encuentros y desencuentros en que el azar tiene más lugar que la voluntad. Si
El segundo sexo plantea en su centro la voluntad de ser, la afirmación de una identidad liberada de las contingencias, la vida que cuenta en las memorias es un canto a la armonía secreta de esas contingencias, es un descubrimiento de las complejidades y dualidades de un mundo que no fue nunca del todo lo que esperaba, que fue siempre un poco mejor que eso, y poco más terrible a la postre también.
Los testimonios que recoge Sarah Bakewell en
En el café de los existencialistas nos muestran una Simone de Beauvoir que recalcaba todo el tiempo lo poco o nada que sabía, que se maravillaba ante la inteligencia de los otros. Mi abuela, que era contemporánea de Beauvoir, y que escribía con esa candorosa sinceridad, decía que el oído es el órgano sexual de la mujer. En estos momentos de feminismo vigilante, decir que el oído, un órgano eminentemente pasivo, es el más femenino de todo puede parecer una ofensa más. Pero el oído es mucho menos pasivo de lo que parece (como tampoco lo es su hermano gemelo, la vulva). Creo que mi abuela quería decir con su frase (que le pidió prestada Manuel Rojas en su novela
Punta de Rieles ) que la mujer tiene la extraña facultad de oír con todo el cuerpo. Leo los recién publicados libros de Isabel Bustos, Constanza Gutiérrez e Isabel Mellado, y reencuentro en todos de distintas maneras esa forma de oír de cuerpo entero, de guiarse por las voces, de deconstruir y reconstruir las palabras. Ser mujer en ellos no importa nada y es esencial. Porque no puedo dejar de pensar que ser mujer les permite renunciar al poder. Antes de decir, de decidir, de diagnosticar, de concluir, estos libros prefieren las voces, los personajes, las frases.
Simone de Beauvoir era también una mujer que absorbía el mundo por los poros. Una muchacha formal y temeraria a la vez, que tenía la maravillosa e indignante pretensión de seguir a los 40, 50 y 60 años, siendo una estudiante de primer año que huele maravillada la frescura de los cuadernos nuevos. De sus variados maestros, incluido el más cercano de todos, Jean Paul Sartre, poco o nada queda, mientras
El segundo sexo sigue siendo para quienes lo leen, un descubrimiento. Un descubrimiento más sorpresivo aun cuando se piensa que para la mayor parte de los lectores del primer mundo, las reivindicaciones de Simone de Beauvoir (control de la natalidad, sueldo propio, acceso al trabajo y los estudios) son ley, costumbre, lugares comunes que no logran del todo, sin embargo, que esa libertad sea realmente libre.
Las memorias de Simone de Beauvoir no enseñan quizás lo que sus seguidoras actuales no pueden entender, que la libertad no es libre, que es fruto de una serie de pactos, de frustraciones, que es al final, cuando la vejez y la muerte se acercan, un peso, una cárcel elegida solo a medias que hay que vivir hasta el fin como se viven las aventuras, por el solo placer de contarlas algún día.