Han pasado los años y muchas novelas, pero el estilo de Isabel Allende sigue tan ágil, ingenioso, irónico y hasta dicharachero como lo era hace treinta y cinco años. Es suficiente leer las primeras páginas de su última novela para descubrirlo: "Sus estudiantes parecían cada vez más altos, espigados e indiferentes, como las jirafas" o "sus senos virginales como los de una novia de Namibia", cuando describe los implantes de senos de una mujer de sesenta y dos años (capítulos más adelante nos enteraremos, sin embargo, de la tragedia que ellos ocultan). Pero también conserva la tendencia a repetir la arquitectura de sus relatos y descuidos de estilo que algunos lectores pueden considerar un desaliño y otros una consecuencia de la vivacidad de su lenguaje. Sea lo que sea, es uno de sus sellos característicos.
Entre nuestros novelistas contemporáneos, Isabel Allende es la que mejor representa la figura de la narradora innata, la "contadora" por excelencia cuya escritura responde al acto original y teatral de narrar, y cuyo propósito es mantener la atención del destinatario a toda costa. Y tal como siempre ha sucedido desde los lejanos relatos medievales de acontecimientos, la técnica para conseguirlo ha sido siempre la que Isabel Allende maneja con notable soltura: utilizar esquemas narrativos y tipos literarios que tienen el éxito asegurado de antemano y comunicarlos al lector con un discurso donde los detalles se acumulan sin dejar espacios vacíos, como diría Roland Barthes. Eso, y tener el buen ojo para descubrir qué referentes de la vida real son caldo de cultivo para que la imaginación se eche a volar.
Una tormenta de nieve que azota a Nueva York reúne bajo un mismo techo a los tres personajes centrales de Más allá del invierno: Lucía Maraz, una chilena que enseña un seminario sobre política latinoamericana en la Universidad de Nueva York; Richard Bowmaster, el jefe del departamento donde trabaja Lucía, y Evelyn Ortega, una muchacha guatemalteca que -como tenía que ser- sobrevive a duras penas viviendo ilegalmente en el país. El texto de la novela está dividido en secciones encabezadas por el nombre de cada personaje, individualmente, en parejas o los tres juntos según sea el contenido de la correspondiente sección, pero los paralelismos y oposiciones que los unen se manifiestan desde el principio del relato. Los tres poseen un pasado común: provienen de espacios de violencia y destrucción que con la extraordinaria habilidad descriptiva que caracteriza a las narradoras de Isabel Allende adquieren sobrecogedores perfiles demoníacos: el golpe militar de 1973 en Chile, el martirio de los indígenas de Guatemala a manos de las pandillas que se han enseñoreado de sus territorios y el no menos infernal mundo del alcohol y las drogas. Los tres han sobrevivido, pero con pérdidas que han lacerado profundamente sus existencias. Una revelación inesperada que tiene lugar al finalizar el primer tercio de la novela pareciera orientar su argumento hacia el relato policial: en la cajuela del auto que manejaba Evelyn durante la noche de la tormenta -que por lo demás no es suyo, sino de su patrón- alguien ha ocultado el cadáver de una mujer. Pero el propósito del texto no es encaminarse hacia la intriga. Este episodio sirve para que Lucía, Evelyn y Richard se embarquen en una especie de viaje iniciático que permitirá cumplir el epígrafe de Camus que encabeza la novela: cada personaje escapará finalmente del infierno que existe en su pasado y, secundariamente, servirá para que el crimen se resuelva en las últimas páginas de una manera un tanto ingenua y apresurada.
Algunos críticos y colegas escritores dirán que esta nueva novela de Isabel Allende es superficial y somnífera al igual que otras, pero la verdad es que, con excepción de algunas páginas excesivamente descriptivas, es una novela que se lee con facilidad: Isabel Allende sabe escribir relatos entretenidos echando mano de recursos efectistas, incisivos problemas sociales y temas y personajes de actualidad.