Una vez es accidente, dos es coincidencia, tres es patrón. El aserto me vino a la mente al presenciar lo ocurrido en la última Junta Nacional de la Democracia Cristiana, que al respaldar las listas de candidatos surgidas de las bases, que incluían al diputado Rincón, provocó una ruptura con la candidata presidencial del partido. Algo parecido había sucedido meses antes en el Partido Socialista, cuando su Comité Central optó por respaldar a un candidato ajeno a sus filas en lugar de Ricardo Lagos. De nada valieron las apelaciones altisonantes a la responsabilidad con el país o con una determinada historia o proyecto. En ambos casos las bases partidarias no trepidaron en usar a su favor argucias reglamentarias para privilegiar los intereses locales y regionales, o de corrientes y "lotes" unidos por una familiaridad tribal antes que ideológica; intereses que se mimetizan con las aspiraciones de los parlamentarios -o de quienes ambicionan llegar a serlo-, quienes ejercen un férreo control sobre la votación de los militantes y actúan como intermediarios de estos en la escena nacional. Bajo esta lógica no hay incentivos para levantar pacientemente un liderazgo de alcance nacional. Al revés: si hay que devorarlos para satisfacer las aspiraciones de las corrientes y grupos internos, adelante.
Carolina Goic parece haber encontrado una fórmula para salir del atolladero, pero esto no invalida la necesidad de prestar atención a lo que ya tiene aspecto de patrón.
Lo más fácil es poner el grito en el cielo y acusar a los partidos de miopía, mezquindad, canibalismo y otras patologías por el estilo. O apelar con nostalgia a los viejos buenos tiempos, cuando figuras como Ricardo Núñez y Camilo Escalona, o Gutenberg Martínez y Adolfo Zaldívar, eran capaces de ordenar a sus respectivas colectividades. Pero esto ya no tiene cabida. Y no solo en los partidos, sino en ningún tipo de institución, incluyendo las más centralizadas y jerárquicas.
En todos lados se da lo mismo: individuos y grupos de interés que no parecen dispuestos a plegarse a lógicas globales encarnadas por las élites, resignando sus propias aspiraciones. Llamémoslo como queramos: desconfianza, empoderamiento, des-oligarquización. El fenómeno es generalizado, y está fomentado por una cultura ambiente que mira con suspicacia a los núcleos dirigentes, que impugna las decisiones adoptadas en sus cocinas y salones, que alaba la participación, el diálogo, el "bottom-up". En el caso específico de los partidos políticos, esto es estimulado por la legislación recientemente aprobada, destinada justamente a reducir el poder discrecional de los dirigentes y potenciar el de los militantes mediante normas de transparencia, financiamiento y participación. Lo sucedido últimamente en el PS y la DC, en suma, es la expresión de un fenómeno más amplio, el cual ha sido empujado por la misma élite hoy consternada por la rebelión de las bases y de sus intermediarios.
Alguien dirá que no en todos los partidos se observa el mismo patrón. Por ahora, pues la ola es incontenible. Previendo esto quizás tenga sentido prestar atención al PPD y RN, que han sido desde sus orígenes partidos federativos, y a pesar de ello han conseguido sortear la implosión. Para ello ha sido clave contar con líderes poderosos en todo sentido, como Guido Girardi y Carlos Larraín, y en sus mejores momentos, con una causa ideológica liviana, amplia y atractiva. Quizás esta es la ecuación para dar gobierno a los partidos en esta nueva época: federalismo, más causa, más personalización. Así parece confirmarlo el gesto de Goic, que puso su propia cabeza en la guillotina en aras de un principio. Y triunfó.