Venezuela será un tema importante en la campaña electoral chilena. La asonada del capitán Caguaripano, la deriva dictatorial de Maduro, las entradas y salidas de prisión de López y Ledezma, la destrucción de los poderes del Estado mediante una Asamblea Constituyente diseñada para excluir a la oposición, son episodios recientes que dan cuenta de cómo una sociedad que fue respetada y envidiada en la década de 1970 y 1980, cuando se la conocía popularmente como la "Venezuela saudita", y que llegó a ser promotora de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), decidió autodestruirse.
Es inevitable que la política chilena se vea reflejada en el espejo deformado de la realidad venezolana por dos razones. Primero, porque en Chile hay partidos que pertenecen a la familia ideológica del "socialismo del siglo XXI" o "socialismo bolivariano". Uno de ellos, el PC, forma parte del Gobierno. Pero también hay partidarios de Maduro -y deudores intelectuales y económicos del chavismo- en el Frente Amplio, ese artefacto político que es una copia del Podemos español.
En segundo lugar, porque el desabastecimiento, las colas, la inflación desbocada, la violencia política y el enfrentamiento entre los poderes del Estado recuerda vivamente al gobierno de la Unidad Popular y la crisis institucional de 1973.
Pero que el gobierno de Maduro se parezca al de la UP no significa que el dictador venezolano sea una copia de Salvador Allende. A él ya le gustaría. En 2015 se comparó expresamente: "La burguesía (venezolana) está pretendiendo hacer contra mí lo mismo que hizo contra Allende".
Su tramposa Asamblea Constituyente, sin embargo, ha desacreditado por analogía todas las constituyentes que pudieran estar en el horno en otros sitios y ha ofrecido la posibilidad de atisbar qué podía haber ocurrido en el Chile de 1973, si la supuesta intención de Allende de convocar un plebiscito en septiembre -nunca contrastada por los historiadores- hubiera sido real. El contrafactual que ofrece Venezuela es muy desasosegante para los actuales defensores de Maduro o para quienes se ponen de perfil con tal de no pronunciarse sobre sus atropellos.
En ese sentido, llaman la atención las hipotecas que puedan pesar sobre el candidato Alejandro Guillier para no pronunciarse sobre el asunto, pese a que su protectora, la Presidenta Michelle Bachelet, ha sido contundente en las últimas horas.
Una de las características centrales del chavismo es que siempre ha sido un régimen militar o, al menos, un régimen con una fuerte conexión con los militares, a imagen y semejanza del castrismo cubano. En 1992, durante su propia intentona golpista, ya había más de 300 coroneles afiliados al Movimiento Bolivariano Revolucionario 200, el grupo que Hugo Chávez había fundado 10 años antes.
Y cuando fue elegido, en 1998, no dejó de jugar con la simbología (la boina y los trajes) e insistía en hacerse llamar "comandante". El fracaso del golpe de abril de 2002 se debió a que gran parte de los militares le siguieron siendo leales y Diosdado Cabello, su fiel mano derecha, organizó su rescate y lo repuso en el poder. De hecho, durante la agonía de Chávez, en 2012 y 2013, quedó claro que había dos aspirantes a sucederlo al frente del régimen: Maduro, candidato político con apoyo cubano, y el sempiterno Cabello, el candidato militar.
Durante años, los partidos democráticos del mundo han soslayado este hecho, porque resultaba cómodo pensar que Chávez ganaba elecciones y no estaba sentado sobre las bayonetas. Maduro, menos carismático y más incompetente que su mentor, ha tomado todos los atajos posibles ante la imposibilidad de gestionar una Constitución que Chávez diseñó para permanecer 30 años en el poder y que ahora quiere cambiar para legalizar su dictadura. De paso, ha puesto en evidencia que solo un quiebre del Ejército puede provocar su salida. Pero no está claro que eso dé paso a una democracia.
John Müller