Vuelvo a Lima tras varios años, con el recuerdo de una ciudad interesante, extensa, desordenada, de grandes contrastes, de gente muy amable y también con la sensación de la existencia de grandes tesoros por descubrir tras los murallones de viejos edificios. Siempre quise volver para ver más. Hoy la ciudad luce más próspera, con nuevas construcciones por doquier, y también -si es que eso es algún indicio de prosperidad- con un tráfico tan caótico y desesperado que el peor embotellamiento de Santiago parece un alivio
en comparación.
Logro reservarme un fin de semana, que es más tranquilo, para recorrer el centro histórico. En mi visita anterior, impulsado por "La Flor de la Canela", de Chabuca Granda, que resonaba en mi memoria desde niño (el poder de la música), me propuse caminar "del puente a la Alameda": desde el Rímac, detrás del soberbio Palacio de Pizarro, hasta La Alameda de Los Descalzos, un antiguo jardín público atravesando un barrio popular. Entonces, recién comenzaba la ciudad a rescatar los bellísimos balcones que engalanan las austeras fachadas; esta vez me encuentro con muchos más edificios notables protegidos o restaurados.
En mis andanzas, llego hasta un magnífico palacete clausurado. Como en los cuentos, me pongo a observar el patio interior por la cerradura del gran portón labrado. Veo que del otro lado alguien se acerca; me alejo unos pasos y abren. Un joven me mira sorprendido. "Soy chileno y arquitecto", le digo. Me invita a pasar. Adentro, dos siglos de esplendor están suspendidos en el tiempo: un patio fantástico, entero recubierto de azulejos moriscos; más allá, un salón barroco lleno de espejos y dorados, bellísimo; más atrás, un segundo patio con pórticos profusamente labrados... Tengo la suerte de que, en este caserón vacío (como hay muchos en la ciudad) está reunido un pequeño grupo de vecinos preocupados de la conservación del edificio. Me indican otros lugares y rutas para visitar, y para allá me encamino, incluidas varias céntricas iglesias y sus claustros, que albergan valiosísimas colecciones de arte y mobiliario, abiertas y repletas de público local. Y es que en este paseo, fracción de un enorme cuadrante histórico de la ciudad, puede uno advertir la extraordinaria riqueza arquitectónica, conservada a pesar de los embates del tiempo, que hace de esa Lima colonial y republicana una ciudad culturalmente viva y orgullosa hasta hoy.