Ya casi no se usa esta palabra, porque se asocia tanto con la rabia social de los pobres contra los ricos, que quedó relegada al campo de lo público.
Sin embargo, todos tenemos resentimientos. A veces, quedan como recuerdos que de verdad pertenecen al pasado. Y evocan momentos duros, pero que están hoy tan lejos de la realidad propia que no constituyen resentimientos.
El resentimiento está disfrazado, cosa bien peligrosa porque cuando se enfrenta, se mira, se limpia y se acepta, pasa a ser ni más ni menos que un recuerdo doloroso, avergonzante, o a veces casi aliviante, cuando ya no forma parte de uno o cuando uno se despide de él por malsano.
El resentimiento genera mucha hostilidad, la que no siempre es consciente. No es otra cosa que rabia reprimida. Esas personas que expresan o sienten rabia arbitrariamente o con mucha frecuencia pueden perfectamente estar llenas de resentimiento no reconocido, no recordado o sencillamente escondido en el inconsciente.
La ira debe resolverse, en lo posible. Si no se puede, es bueno hacerla explícita y pública. Todos tenemos derecho a sentir cosas impropias y ser queridos y reconocidos y hasta celebrados por nuestra honestidad, si la ira hacia algunos o hacia algunas acciones es acotada como parte de nuestra personalidad.
El problema de la ira es menos social que psicológico. Porque la ira que genera resentimiento no da origen al perdón. No se puede dejar pasar, independientemente de la propia voluntad, y no se olvida. Como si el acceso al descanso y la paz real no fuera posible.
Además, hace muy difíciles las relaciones personales porque genera sospecha, desconfianza. La soledad se acentúa cuando no podemos confiar. La intimidad es imposible cuando hay sospecha.
Hay que hacer una aceptación de la pérdida. De lo que fue, de lo que no tuve, de lo que perdí. Me quedaron otras cosas, pasaron tiempos nuevos, adquirí otros mundos, se abrieron otras puertas.
Pero si no hago la pérdida conscientemente, el resentimiento estará siempre al asecho.