A nadie le puede resultar invisible que Chile, en los últimos cinco años, se ha convertido en el país de destino de un flujo inmigratorio impresionante. No somos un caso aislado, es sabido, pero deberían ser motivo de meditación las razones por las cuales nuestro país es un imán que atrae inmigrantes, y no al revés, como podría pensarse a raíz del diagnóstico lastimero en que solemos caer, en el punto de partida de un flujo de emigración hacia otras naciones.
Pertenezco tanto por lado materno como paterno a familias de emigrantes que llegaron a Chile y se arraigaron aquí a fines del siglo XIX y mediados del XX y, por lo mismo, observo con interés y simpatía a esta verdadera avalancha de colombianos, dominicanos, haitianos y venezolanos que llegaron también a Talca e, incluso, a la pequeña aldea maulina donde vivo. El impacto que este fenómeno ya está produciendo en nuestra economía, formas de sociabilidad y cultura es enorme, y no fue previsto ni planificado por ningún gobierno. A simple vista, es el acontecimiento cultural más importante de las últimas décadas.
Es motivo de conversación diaria tanto acá en provincia y en el campo como en Santiago. Me parece claro y hasta entendible que un grupo casi mayoritario de compatriotas directa o secretamente se sienta amenazado, perplejo y suspicaz. Para mis adentros, esa reacción me produce una cierta satisfacción. Esta oleada de inmigrantes trae diversidad, dinamismo, componentes nuevos a una población que, por la ubicación y características geográficas de Chile, mantiene muchos rasgos de insularidad remota. Me alegra, en verdad, la llegada de todas estas personas; siento que, como todo lo nuevo, en principio incomoda, pero espero que la mayoría de ellos se queden, arraiguen aquí, como lo hicieron mis ancestros y los de tantos otros que dieron variedad y empuje a nuestra nación. Espero que luego del impacto inicial, sus culturas -que tienen puntos en común con la nuestra, pero también notorias diferencias- se mezclen, como ya empieza a ocurrir. Los chilenos nos hemos puesto remolones, quejicas y pagados de nosotros mismos. Hay mucha gente que prefiere la cesantía a un trabajo que estima poco digno y hay, incluso, sobre todo entre los hombres, no pocos que consideran que trabajar duro es de giles.
El otro día vi en una cancha de una población de Talca cómo jugaban alegremente un partido de fútbol dos equipos de haitianos. Bien. El carácter de los colombianos y venezolanos espero que añada, a la larga, algo de alegría y color a ese tono gris, apagado y tristón que parece apropiarse de nuestro espíritu a la menor ocasión. Mientras lloramos por una crisis permanente, desde afuera nos ven como un lugar agradable para vivir.
Esta inmigración es como levadura para una masa que muestra indicios de estar secándose. Bienvenidos.