Las redes eléctricas cambiaron para siempre el espacio de la ciudad. A las tres de la tarde del 4 de septiembre de 1882, Thomas Alva Edison hizo andar por primera vez una central eléctrica en Manhattan. Se dice que habían conectadas varias centenas de ampolletas incandescentes distribuidas en los inmuebles de menos de una centena de clientes pioneros. A medida que la noche fue cayendo, los habitantes de Nueva York se dieron cuenta de que asistían al comienzo de una nueva era.
La mayor dificultad de la hazaña de Edison fue preparar su red de varios kilómetros de tuberías subterráneas que corrían desde la planta a los distintos domicilios. No bastaba con el prodigio de la electricidad: los cables del telégrafo ya tenían saturado el cielo de la ciudad y Edison pensaba que la nueva energía debía distinguirse de las antiguas redes, aportando orden y limpieza al espacio urbano. Las primeras tuberías subterráneas no solo fueron tremendamente costosas, sino que tampoco funcionaron bien. Cuando llovía, la electricidad no era contenida por una precaria aislación de cemento y yute, y caían muertos los caballos cuando pisaban los charcos electrificados. Pero ni Edison se dio por vencido ni la ciudad hubo de claudicar su espacio para hacerle lugar a nuevos tendidos aéreos. Se perfeccionó la técnica y la electricidad irrigó el tejido urbano de forma moderna, invisible y mágica. Cuando hay una visión de ciudad, no hay obstáculos sino desafíos.
Qué bien nos haría un plan gradual -pero decidido- de soterramiento de cables en nuestras ciudades. Ganaríamos ese sorprendente efecto de limpieza y orden que se produce cuando no vemos esa maraña negra cruzando todas las vistas. Los árboles podrían crecer de forma armónica, liberados de la motosierra torpe y criminal. Son valores estéticos y ambientales que determinan nuestra calidad de vida, y que podríamos agregar a los valores económicos que se obtendrían al no paralizar nuestras ciudades después de cada tormenta. Nos ayudaría a tener un nivel mínimo de certeza en el suministro de nuestros servicios, que, dicho sea de paso, es un derecho de ciudadanos más que de clientes.