Ya van veinticinco años desde la muerte de Salvador Dalí, un cuarto de siglo que ha pasado como una exhalación. Me tocó escribir sobre el caso para la revista Apsi y se diría que en ese momento estaba en la misma disposición existencial que ahora mismo: inventando a la carrera el modo de solucionar el problema de la escritura contra el tiempo. Lo único que en mis recuerdos pone una marca de anacronismo es la presencia de un teletipo en un pasillo de la revista, donde me ponía a esperar que el aparato, cuyo flujo de impresión era constante, trajera alguna novedad sobre el funeral del pintor.
Pocos habrían reparado en el tiempo transcurrido desde esta muerte célebre si no fuera porque en estos días el cuerpo de Dalí ha sido exhumado para extraerle muestras de ADN. Una mujer reclama ser su hija y la justicia española ha optado por comprobar su historia. Las series policiales -particularmente aquellas referidas a cold cases - nos recuerdan a cada rato que el recurso del ADN no estaba muy divulgado a comienzos de los 90, y que hoy se podrían aclarar entuertos del pasado de modo casi milagroso.
Inventarse un sustituto ha sido un expediente de última hora para muchas personas que han carecido de un padre presente en sus vidas. Augusto D'Halmar -cuyo padre francés se fue para no volver justo antes de su nacimiento- se inventó todo un mundo de viajes, exotismo y -sobre todo- un mundo exclusivo al que nadie más del achaparrado medio nacional podía tener acceso. Ya sabemos, exclusivo, único, especial: adjetivos que sirven para aproximarnos al efecto que un niño amado rinde para su padre.
Una vez, en la calle San Diego, hace demasiado tiempo, un señor que andaba encorvado por lo alto que era, nos paró a mis amigos y a mí para conversar. Estaba achispado por el trago, sonriente. Había sido boxeador en un tiempo remoto y se parecía bastante a Anthony Queen. Entre las muchas cosas que dijo se me quedó esta: que el problema de Jesús era que no había tenido padre. Luego, como se trataba de un hombre de una inteligencia extraordinaria, se había inventado el mejor padre que se podía concebir: Dios.
Un sexólogo de los años 70 sostenía que en la condición antropológica masculina estaba el mandato de continuar y diseminar la especie. De ahí esa tendencia a seducir, engendrar y mandarse a cambiar que se dio tanto en los campos chilenos en el siglo XIX. Muchas veces he escuchado contar cuentos de esta índole de manera simpática, romantizada, dejando al margen de la historia el dolor del que crece sabiéndose abandonado. En la dimensión psicológica, esta constatación no es una herida, sino una estructura.
No sé si se ha pensado suficiente en el hecho de que Chile nació con el sello del abandono paterno. Un abandono que fue más bien renegación, suspensión de la paternidad. Quizás algo hay en nuestras inestabilidades colectivas, en nuestra imposibilidad de adherirnos a un orden, que se explique en ese lejano episodio traumático.