Un hombre sentado sobre un islote de metal, en medio del mar.
Es lo que divisan a lo lejos los tripulantes del Moonstone, un pequeño velero que cruza el Canal de la Mancha rumbo a Francia, en una de las secuencias iniciales de "Dunkerque", la nueva película de Christopher Nolan.
La imagen es extraña, alucinante. De hecho, no parece sacada de un filme de guerra; más bien, al contrario: el náufrago se asemeja a esos habitantes de los asteroides que el Principito visitaba en el libro de Saint-Exupéry. Solos en medio de la nada. Esperando nada.
La metáfora hace sentido al considerar que el soldado aferrado a las ruinas de su hundido barco es uno entre los más de 300 mil hombres que quedaron varados en las playas de Dunkerque, cercadas por los nazis a fines de mayo de 1940, mientras el gobierno británico dudaba acerca de cómo realizar una evacuación multitudinaria, sin sacrificar su armada y su aviación. La solución -sumar a la operación cerca de 600 embarcaciones civiles, efectuando el gigantesco rescate en poco más de una semana- es hoy asunto de leyenda y una de las páginas memorables de la Segunda Guerra Mundial, una que ya había sido llevada al cine en 1958 con John Mills y Richard Attenborough (en un filme también titulado "Dunkerque") y también aludida en el magistral y extenso plano secuencia de "Expiación" (2007), filme que Joe Wright realizó a partir de la novela de Ian McEwan. Ahora bien, todo eso quedó en calidad de preludio una vez que se supo que Nolan planeaba a hacer su propia versión del suceso. La expectación se disparó a la estratósfera. Del director de las celebradas "The Dark Knight" (2008), "Inception" (2011) e "Interstellar" (2015), se esperaba poco menos que un filme de inmenso tamaño, repleto de efectos, estrellas de cine y momentos para el bronce. Una película comparable a la enormidad del suceso. Mínimo.
Pero no resultó así. Por suerte.
"Dunkerque" es un gran espectáculo fílmico -de los mejores en lo que va de la década- y también es una muy buena película, pero no es esa criatura gigantesca que los fans del cineasta imaginaron al ver los tráileres de promoción. Es un filme concebido a escala humana, con una duración promedio -poco menos de dos horas-, sin efectos digitales ni una avalancha de actores conocidos. Y, quizás más importante aún: es una cinta sin frases rimbombantes. Sin cebolla.
Suspensos paralelos
Es como si Nolan hubiese evitado deliberadamente todo lo que hundió a la atroz "Pearl Harbor" (2001), de Michael Bay. Exceso, falsedad, demagogia. Su opción fue radical: nada de recrear batallas por computadora o de agregar a la trama historias de relleno. Nada de usar una tragedia como telón de fondo para un drama de pacotilla. Los hechos hablan por sí solos. Mientras Bay se ocupó a fondo en el último año rodando la quinta parte de "Transformers" -bien por él-, el director de "Memento" se instaló en las arenas de Dunkerque para resolver si realmente podía rodar su película ahí, en los espacios reales, 75 años después.
Era algo que el realizador se preguntaba desde principios de los 90, cuando en sus días de estudiante de cine tomó el ferry en Dover y cruzó el English Channel hacia el continente, fantaseando con filmar un día la Operación Dinamo, el rescate de esos miles de soldados.
Logísticamente, era un imposible. Reunir los recursos suficientes para una aventura de ese tamaño estaba fuera del alcance incluso del "todopoderoso" Spielberg, quien al momento de filmar el desembarco de Normandía, en "Saving Private Ryan" (1998), tuvo que recurrir a numerosos trucos digitales para aumentar el tamaño de su ejército. Nolan imaginó una solución: en vez de contar muchas historias simultáneas, al estilo de "El día más largo" (1962), "Tora Tora Tora" (1970) o "La batalla de Midway" (1976), su versión de Dunkerque se concentraría sólo en tres escenarios: agua, tierra y aire. Una línea narrativa para cada elemento y un mínimo de personajes en cada teatro de guerra, con el objeto de no perder de vista la dimensión íntima de cada trama, conservar el aspecto épico del total, y, sobre todo, controlar el presupuesto.
A veinticinco años de esa idea juvenil, sorprende cuánto se conserva de ésta en el resultado final. En efecto, "Dunkerque" -la película- se estructura en torno a tres historias entrelazadas, pero que no son simultáneas. Cada una transcurre en una unidad de tiempo distinta. En la playa y mientras las tropas británicas esperan en vano que llegue el rescate, dos soldados intentan durante una semana escapar de ahí, como sea. En el mar, un padre, su hijo y un escolar, navegan durante todo un día en el pequeño Moonstone, plegándose al trabajo de rescate de los soldados. En el cielo, un trío de Spitfires tienen una hora para llegar hasta la costa francesa, despejando el camino de cazas y bombarderos nazis. Una semana, un día, una hora. Las tres historias van danzando una en torno a la otra, confluyendo gradualmente hacia una suerte de clímax que aprovecha toda la energía narrativa, técnica y plástica que cada trama va liberando en combinaciones que son tan vibrantes como emotivas y vertiginosas.
Nolan ya había intentado algo similar en "Inception" -cuando el equipo liderado por Leonardo DiCaprio va internándose en niveles de sueño más y más profundos, generando varias narrativas interdependientes dentro del filme- y algo similar ocurría en la secuencia interdimensional de "Interstellar", que enroscaba con gran habilidad las narrativas de tiempo y espacio; pero en esta ocasión su audacia llega aún más lejos: la película completa es un gigantesco ejercicio de montaje en paralelo en el que los escenarios, los medios y las vidas involucradas se yuxtaponen, confluyen o chocan, generando un constante ascenso en los niveles de tensión y suspenso, obligando al espectador a poner más y más de sí mismo en el acto de mirar.
Ese mecanismo, en rigor, no tiene nada de nuevo. En la década del 20, los soviéticos descubrieron que la narración en paralelo era una gran herramienta para recrear escenas de acción o de guerra, y Sergei Eisenstein utilizó ese principio a la perfección a la hora de montar "El Acorazado Potemkin" (1925), pero en su cine Nolan lo administra con un criterio casi científico, como si fuese una adaptación visual del Efecto Shepard, esa ilusión auditiva que provoca la impresión de escuchar un sonido que sube y sube, sin jamás culminar.
En la cinta todo ello se refuerza, porque, aunque parezca contradictorio, su sofisticada construcción está levantada encima de una matriz muy clásica, que apela a recursos prácticos para recrear los detalles de era analógica en un mundo donde todos damos por sentado el reinado indiscutido del digital: el proyecto fue fotografiado a la antigua, usando película y lentes de 65mm, filmando aviones y barcos reales sin recurrir a efectos digitales, cámaras lentas o ángulos múltiples, e incluyendo de paso una docena de embarcaciones que participaron en el verdadero rescate, urdiendo algunas de las secuencias aéreas más bellas de la modernidad, reclutando 6 mil extras y fabricando una buena cantidad de soldados de cartón para las tomas de tropas vistas en la lejanía). Incluso la elección del elenco obedece a esa lógica. Tal como ocurre en los tradicionales filmes de guerra, los puestos de autoridad están asignados a grandes estrellas -Kenneth Branagh es el Comandante de marina, en las escenas de la playa; Mark Rylance es el piloto del velero, en la secuencia marina, y la voz del legendario Michael Caine se escucha desde la cabina de un Spitfire-, veteranos de otras cintas de Nolan figuran en los "mandos medios" (Cillian Murphy y Tom Hardy), mientras que en los rasos campean los rostros juveniles (Fionn Whitehead, Barry Keoghan y Harry Styles). En lo concreto, es una estrategia parecida a la usada por Attenborough en "Un puente demasiado lejos" (1974) y Terrence Malick en "La delgada línea roja" (1997); sin embargo, la motivación es otra: amplificados en la gran pantalla IMAX -el formato ideal para disfrutar de "Dunkerque"- son precisamente esos actores, sus gestos, sus rasgos, el horror, alegría e incertidumbre ahí contenidos lo que acaba por habitar y dar vida a esos espacios laboriosamente diseñados, a ese enérgico despliegue de virtuosismo y artesanía.
Si bien algunos se han apresurado a declarar al filme como obra maestra o a elevar a su director a la altura de Kubrick, Hitchcock y otros "dioses fílmicos", es quizás en lo anterior -en su decisivo equilibrio entre factor humano y habilidad técnica- donde radican los verdaderos hallazgos de "Dunkerque". Más allá de la recaudación, del prestigio y de las eventuales nominaciones al Oscar (porque estas llegarán), lo que de verdad se echaba de menos en Nolan era verlo descubrir, fascinado, el poder contenido en algo tan simple y misterioso como un rostro. Al respecto, ahora puede estar tranquilo. Misión cumplida.