Hace unos días, Vargas Llosa "desclasificó" (como escriben ahora los periodistas) su relación con García Márquez (es imaginable que si alguien "desclasifica" algo, como un servicio secreto cualquiera, quiere decir que revela cosas que no se sabían). Es curioso que, tratándose de los próceres del
boom, después de tantos años haya cosas que todavía queden por conocerse. En realidad, lo más probable es que no quede nada por "desclasificar", sino rencillas u odiosidades personales que se diluyen con el tiempo, en la medida en que los personajes van desapareciendo de la escena histórica. Por lo demás, diferencias políticas y bofetadas aparte (de la que Vargas Llosa, como el caballero que es, no habló, pero que ocupó en su momento todas las crónicas habidas y por haber), tampoco es que entre el peruano y el colombiano haya existido una rivalidad que trascienda la historia. Vargas Llosa no compró la casa de García Márquez para incendiarla, como sí lo hizo Quevedo con la casa de Góngora, ni le dedicó ningún poema como aquellos con los que el madrileño "homenajeó" al andaluz: "Alguacil del Parnaso, Gongorilla", "perro de los ingenios de Castilla", son algunos de los "elogios" que le dedica. Esas son rivalidades literarias de verdad, lo demás son niñerías que se lleva el tiempo.
Es presumible pensar que dentro de cien años ya nadie recordará que Vargas Llosa fue un liberal de derechas y García Márquez, un castrista convencido, porque a lo mejor también es presumible imaginar que para entonces haya que explicar qué era eso de derecha e izquierda (ya Francia, con Macron, está dinamitando ese clivaje que ella misma instaló en la historia moderna), así como es deseable que para ese entonces, el castrismo sea una antigualla histórica, como lo son hoy las tiranías de la Roma clásica. Lo cierto es que dentro de cien años, aunque no nos acordemos exactamente de quiénes fueron, seguiremos leyendo
La casa verde y
Cien años de soledad "con previo fervor y misteriosa lealtad", como dice Borges que se lee a los clásicos.
La verdad es que estos homenajes "desclasificatorios" tienen el perfume de la lápida del tiempo: Vargas Llosa hablando de García Márquez es un clásico vivo hablando de un clásico muerto, pero de una muerte muy reciente. La historia está operando a través de la fábrica de mitos más propia de la modernidad: el periodismo. Y no es un mero azar que ambos hayan sido periodistas. El periodismo ha sido definido como la sociología de la actualidad o la disciplina que escruta la historia en marcha; una escuela creada por los escritores (recordemos solamente a Voltaire o a Stevenson) y en la que se han formado muchísimos escritores. Como el cine, el periodismo le devuelve a la literatura lo que la literatura le prestó. Justicia nomás.
Ahora, ello no es óbice para no pensar en el panteón: Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes, Cortázar, Borges, entre otros, integran el panteón del siglo de oro de la narrativa latinoamericana. El siglo se acaba de terminar. Y el periodismo lo sabe. El otro que lo sabía era Bolaño. Como buen sudaca, o sea, como marginal y, además, de
habitus (como diría Bourdieu) o hábitos, si se prefiere, mexicanos, Bolaño disparó a conciencia contra esas estatuas que eran para él el objetivo a derribar: terminar con la prevalencia cultural del
boom es algo que muchos han intentado (algunos, entre otros en Chile, patéticamente), pero que solo Bolaño estaba en condiciones de lograr, con una "eficacia" narrativa indesmontable y un sentido de las redes literarias -una cierta pragmática de "banda armada"- que solo México puede enseñar a sus escritores. Bolaño no lo logró porque la muerte, lamentablemente, lo "malogró" antes a él. Y no deja de ser una ironía de la historia, es decir de la vida misma, que el panteón de Bolaño haya sido instaurado, publicitado hasta el hartazgo por el periodismo y la academia, antes que se termine de estucar, ornamentar y cerrar (o sea, de abrir a los turistas de la historia) el de los próceres que él quiso derribar.