Frederick Forsyth (1938) ha llevado una vida digna de sus mejores libros y quizá más aún, sus aventuras, tal como las relata en la autobiografía
El intruso, bien podrían haber figurado en cualquiera de las novelas de acción que le han dado fama mundial, han sido exitosamente adaptadas al cine y leídas por decenas de millones de personas en los cuatro puntos cardinales. El autor de
El día del chacal,
Los archivos de Odessa o
Los perros de la guerra, todas publicadas en la década del 70 y reeditadas en incontables ocasiones, ha sido de todo un poco y a veces más que eso: piloto de combate entrenado en la Fuerza Aérea inglesa, corresponsal en peligrosos conflictos bélicos, redactor de asuntos desagradables para el
establishment, espía al servicio de la corona, interlocutor entre facciones rivales, diplomático
amateur, en fin, un hombre de acción alejado de los ambientes literarios quien, al escribir, exige como requisitos sine qua non la soledad y el desapego. La aproximación de Forsyth al género novelesco debe mucho, por no decir que le debe todo, al ejercicio del periodismo, con la salvedad de que él tampoco eligió esa profesión, sino que le llegó por la fuerza de las circunstancias. La singular educación de Forsyth, quien es hijo único de padres de origen escocés, explica en buena medida su carrera literaria: estudió en un internado privado, pero nunca quiso ingresar a la universidad, pues parece que lo suyo fue, desde el comienzo, viajar a lugares conflictivos, con una inclinación inherente a meterse bajo las patas de los caballos, lo que muchas veces estuvo a punto de costarle la vida. Sin embargo, su familia hizo algo muy inusual en los años 40 y 50, al enviar, durante todas las largas vacaciones de verano, al joven Frederick a casas en Francia, Alemania y España, por lo que el futuro narrador aprendió a la perfección los idiomas de esos tres países, a lo que hay que agregar su posterior conocimiento del ruso. Así, Forsyth podía pasar perfectamente por un alemán en Alemania o un francés en Francia, una ventaja que muy pocos prosistas poseen y a la que, como se demuestra ampliamente en
El intruso, le supo sacar partido.
Así, esta amenísima crónica, contada desde una distante e irónica primera persona, es también un testimonio de primera mano de hechos históricos trascendentales en los pasados 50 años: las luchas por la independencia en las colonias de África, los peores momentos del enfrentamiento entre las ex superpotencias que fueron Estados Unidos y la Unión Soviética, las interminables disputas en el Medio Oriente, la caída del Muro de Berlín y el desplome del comunismo, el fin del
apartheid en Sudáfrica y muchos otros momentos amenazantes y turbulentos que el mundo ha experimentado en fechas recientes. La gracia de Forsyth es que todo lo cuenta con naturalidad, con profundos conocimientos acerca de lo que habla y, sobre todo, sin darse importancia o protagonismo de ninguna clase. Y aunque a veces parece que se le va a pasar la mano al describir episodios terribles o que, sin querer queriendo, tal vez siente la tentación de colocarse en un lugar sobresaliente, se detiene justo a tiempo: quizá haya que aplicarle, en la escritura de esta obra, la tradicional flema que suele asociarse con los británicos.
De este modo,
El intruso está lejos, lejísimos de tantas memorias narcisistas o egocéntricas tan frecuentes hoy por hoy. Compuesto enteramente por breves capítulos, algunos tan breves que apenas sobrepasan las tres páginas, este volumen se sigue tal como se sigue el fascinante anecdotario de alguien que tiene mucho que decir y lo hace siempre diciendo poco. Posiblemente, lo más interesante y atractivo de este texto es que Forsyth en ningún momento se priva de manifestar lo que realmente piensa acerca de todo aquello en lo que le ha tocado participar. Y si bien las realidades que expone sobre su país, sobre sus dirigentes políticos, sobre su prensa y sus medios de comunicación, pueden resultarnos materias ajenas, la particularidad de que Forsyth las aborde con franqueza, valentía y sin pelos en la lengua podría hasta ser una lección para todos aquellos que practican el ejercicio de analizar la política contingente. Es cierto que este narrador tiene sus bestias negras -el laborismo, el socialismo, las dictaduras de todo signo-, aun cuando no son sus fobias las que salen castigadas en
El intruso, sino otros fenómenos que ahora son una plaga global: la falta de un periodismo profesional e independiente, la ausencia de investigación al entregar las noticias, el servilismo de los reporteros hacia sus empleadores, la búsqueda del sensacionalismo por el sensacionalismo, el culto a la celebridad y otros males similares.
El intruso poco o nada nos dice sobre el hombre que ha sido Forsyth y menos acerca de su intimidad: ha estados dos veces felizmente casado, tiene dos hijos encantadores y en general, se ha manejado mal con el dinero (esto último cuesta creerlo). El defecto más serio de
El intruso se empieza a notar a partir de la mitad de este atrapante título y la verdad es que se nota poco: un chovinismo por lo inglés un tanto chocante en alguien muy sofisticado, una tolerancia algo llamativa hacia los gravísimos errores de la política exterior de su patria, cierto desdén arrogante por lo extranjero o, lo que viene siendo lo mismo, un curioso provincianismo. Como sea,
El intruso es una enseñanza para muchos escritores, sean populares o de los otros.