El Teatro Municipal y su público necesitaban un título del gran repertorio armado con solidez, y este "Rigoletto" lo fue con creces. Sobre la escena hubo un elenco dotadísimo que llevó adelante con aplomo y solvencia una partitura de enormes dificultades, mientras que la producción, aunque controvertida, tuvo aspectos dramáticos de alto interés.
Maximiano Valdés fue un guía certero para este Verdi oscuro y trágico; su lectura fue sencilla y cuidadosa, preocupada sensiblemente por las voces y su expresividad. Contó con cantantes atentos, musicales y dotados, con un conjunto instrumental que respondió con corrección y un Coro del Teatro Municipal (dirección de Jorge Klastornick) en excelentes condiciones.
Un sector del público abucheó la dirección de escena de Walter Sutcliffe y su equipo. Sin embargo, esta tuvo momentos de valor dramático que no se deben desconocer. Puede ser que no se encuentren ni en escenografía ni en vestuario elementos convencionalmente bellos, pero hay que saber que hoy no es eso lo que se busca, sino que dichos aspectos estén al servicio de una idea. Sutcliffe sitúa la acción en nuestros días para dar cuenta de una historia terrible que aborda como un psicodrama. Rigoletto vive en un espacio demarcado por su propia conciencia, y por eso es que la maldición cae sobre él y se transforma en una suerte de profecía autocumplida. Ese espacio nocturno y tenebroso donde él deambula es una prolongación de su mente que no lo deja en paz. No es por nada que la mayor vitalidad de esta puesta se encuentra en los momentos en que el despojo escénico es mayor: es ahí donde se plasma la inmensidad del dolor del protagonista.
Hay ideas ricas en contenido, como vestir a Gilda como una niñita de 14 años, con chapes y pijama, lo que hace casi insoportable la crueldad del tema expuesto. También cuadros pavorosos, como el camino hacia la muerte, con la niña en medio de sus asesinos. Y ese atractivo juego de convenciones teatrales con padre e hija supuestamente escondidos observando, en medio de ellos, las relaciones de Maddalena y el Duque. El final mismo es de fuerte impacto, con el cadáver de Gilda abandonado, mientras el padre se pierde otra vez en su propia oscuridad. Un gran aporte en esto fue la iluminación de Ricardo Castro, plena de transiciones y de claroscuros; hiela el alma la luz que cae sobre Rigoletto cuando descubre que han raptado a su hija.
Es cierto que la primera escena del primer acto luce extraña con esa desagradable visión anatómica del cuerpo de un hombre con giba. Tampoco se sabe con certeza si la fiesta se desarrolla en una corte con muy mal gusto para vestirse (incluido el Duque) o es "la partusa" de un mafioso y sus rufianes. Salvo eso, el resto no puede ser apreciado en forma literal, sino tratando de experimentar este viaje hacia las tinieblas de la mente y del corazón que propone, con acierto, el director de escena.
Al inicio de la función se anunció que el barítono rumano Sebastian Catana estaba afectado por un cuadro alérgico, pero que a pesar de eso iba a cantar. La afección pudo notarse levemente en el "Pari siamo" y al inicio del dúo "Piangi, fanciulla", pero Catana cantó con el alma, y la voz tronó, en todo el registro, con una seguridad a ratos apabullante. Su timbre de grano ancho está hecho para este rol que domina por completo y en el que vierte toda su fuerza expresiva. Hay que decir que su Rigoletto no es tan conmovedor como impresionante; estremece porque uno observa algo así como la caída de un súper hombre, una suerte de titán hecho pedazos.
La soprano española Sabina Puértolas fue una preciosa Gilda. Dueña de una voz lírico-ligera que maneja con liviandad y absoluto imperio, es además una actriz sensible que sabe cómo comunicar el camino desde la inocencia a la autodestrucción. Su apariencia de niña, además, dotó de extrema fragilidad al personaje, lo cual acentuó la brutalidad de la historia. Si bien su voz no es suficiente para el terceto del último acto, no se olvidarán su precisa coloratura, sus pianísimos flotados y su musicalidad. Fue ovacionada.
El tenor chino Yijie Shi, aplaudido antes en Chile en óperas como "Lucrezia Borgia" (Donizetti) y "Tancredi" (Rossini), no es voz para el Duque de Mantua, pero canta todas las notas y tiene una facilidad de emisión admirable, formada en su experiencia con Rossini. Ese es su repertorio exacto, lo que no quita que construyó con seriedad este Verdi que exige al tenor un material de otro tipo. El público lo aplaudió con gran entusiasmo.
Quizás puede parecer excesivo, pero el timbre y el terciopelo de la voz de la mezzosoprano rumana Judit Kutasi (Maddalena) se parecen a los de Elena Obraztsova. Hubo dos desajustes de afinación en sus escenas, pero el material es el de esas cantantes que ya no existen. Habrá que verla en un rol de mayor compromiso. Correcto y temible sin aspavientos el Sparafucile del bajo Alexey Tikhomirov. Admirable el crecimiento vocal y escénico del bajo-barítono chileno Ricardo Seguel, que cantó un noble y ultrajado Conde de Monterone. Cumplieron a cabalidad con sus papeles Claudia Lepe (Giovanna), Javier Weibel (Marullo), Claudio Cerda (Borsa), Rodrigo Navarrete (Conde de Ceprano), Pamela Flores (Condesa de Ceprano), Carolina Grammelstroff (Paje) y Francisco Salgado (Ujier).