Tengo una resistencia personal al concepto de animación, extendido a todo tipo de complemento festivo, especialmente si está premunido de un sistema de amplificación que pretenda modular toda emoción espontánea. Confesado el prejuicio, extiendo mi animadversión a la ortopedia burocrática al servicio político, que busca hacer latir el espacio público como una masa biótica estimulada por electrodos. Desconfío, además, de todo programa público de redención que parta de la premisa de que la ciudadanía es aburrida, carente y tonta.
Hoy, toda plaza o parque que se precie de tal tiene una nutrida agenda de actividades que aniquilan, de paso, la posibilidad de quietud cotidiana. La intención no es cuestionable, muy por el contrario, y los resultados muchas veces son muy buenos. Lo que preocupa es una noción de la acción pública como un espectáculo que mide su éxito en audiencia y que instala la idea de que si un lugar no colma su taquilla, es porque está siendo subutilizado.
La popularidad rinde votos, pero no justificará jamás ni la inmensidad del océano, ni la soledad del bosque, ni la vastedad del desierto. Hay presencias latentes que valen tan solo porque se ofrecen como posibilidad de ser usadas. Gran parte del espacio público y de las áreas verdes funcionan así: duermen largas horas a la espera y cobran total sentido cuando regalan su amplitud a un solo transeúnte que las cruza. Y siguen presentes en la noción del ciudadano que sabe que cuenta con ellas.
Cuando el rating ordena la política urbana, se construye un falso escalafón de necesidades que terminan por amplificar la desigualdad, apareciendo lugares saturados de significación y auspicios, mientras otros se vuelven invisibles, indignos de la acción y el presupuesto. La ciudadanía no requiere tanto de estímulos, como de contar con un espacio público en óptimas condiciones, como una plataforma homogénea e igualadora que se extiende por su cotidiano sin distinciones. Así, por la sola decencia, como quien ordena la casa sin esperar visitas.