La escritora galesa Sarah Waters ha trazado una trayectoria particular en el ámbito de la narrativa inglesa. Sus cuatro primeras novelas transcurrían en la Inglaterra victoriana; la quinta, en los años de la Segunda Guerra Mundial; esta última, en los años veinte del siglo pasado. Y, sin embargo, sería sumamente injusto situarlas en la categoría de novelas históricas. Cada época está presente, sí, pero mucho más como el tejido de las tensiones ideológicas y sociales en donde se mueven los protagonistas que como un conjunto de notas costumbristas o de reconstrucción fidedigna de un período histórico. El trabajo de investigación es impecable, por cierto, para sostener la verosimilitud interna del relato, pero no es lo realmente importante. Waters mira debajo de las alfombras, lo que viene a ser más o menos lo mismo que desnudar los prejuicios, cinismos y restricciones que sostienen el edificio social. Hay sótanos lúgubres, hay callejones oscuros, hay pasiones prohibidas, hay sangre y flujos, hay, siempre, ese tejado frágil de las apariencias que puede venirse abajo en cualquier momento. En
Los huéspedes de pago, para cualquiera que haya leído otras novelas de la autora, las líneas de conflicto están claras desde el inicio, pero, de todos modos, más vale abstenerse de leer la contraportada; contra lo habitual en Anagrama, se revela ahí mucho más de la trama de lo que parece prudente.
Waters propone novelas de amplia extensión, que tienen como mínimo 500 páginas. Es un acto de osadía, así como lo es su inmersión en esos ámbitos tan largamente silenciados o negados: las identidades sexuales no convencionales, la pornografía en tiempos victorianos, las actrices obligadas a disfrazarse de hombres, y todo ello atravesado siempre por las relaciones de clase y la violencia que imponen en el tejido social. En esta novela, una madre y una hija de clase alta apenas sobreviven en la mansión familiar, y se ven obligadas a arrendar parte de sus habitaciones. Llegan entonces un joven burócrata de la City y su mujer, más joven aún, que ha aprendido a esconder el fuerte acento
cockney de su familia. En esa convivencia forzada, hecha de sobreentendidos y de silencios, las cosas comienzan a desbocarse cuando las complicidades y los desprecios se manifiestan con claridad. Waters construye cuidadosamente una historia que conjuga bien la pasión por los detalles (que a un lector apresurado pueden parecerle superfluos) con el
crescendo imparable del erotismo, la tensión y la tragedia que se cierne sobre los protagonistas.
Sarah Waters
Anagrama,
Barcelona, 2017.
616 páginas.