Estamos todos hacinados en una habitación de unos 40 metros de largo por unos quince de ancho. Como la mayoría de mis compañeros, estoy de pie y miro de reojo con mala envidia y rencor delictivo a algunos que han logrado atrapar unas bancas dispuestas al costado de la habitación. ¿Seremos entre 500 u 800? Me imagino que se puede calcular el número máximo de personas que caben, sin desfallecer, en un espacio de ese tamaño -creo que ya alcanzamos ese límite- asardinados, embutidos, maltratados.
La mayoría tuerce el cuello hacia arriba y otro grupo importante apunta también sus celulares escondidos (desde que entramos unos guardias gritaban sin cesar "no fotos", lo cual es un crimen para la dignidad y el sentido de cualquier turista) hacia arriba, de modo de captar una imagen que incluya la cara del fotógrafo o parte de ella teniendo como fondo un fragmento del cielo de la pieza (a más de 20 metros de altura), especialmente algunos fragmentos célebres bajo los cuales la masa de turistas parece a punto de fundirse en una unidad superior. Otros guardias intentan que los compactos racimos de zombis avancen hacia la puerta de salida.
No crea, lector, que padezco de claustrofobia, pero ya al principio de la visita me había desentendido de mi objetivo -que era el mismo de todos- y lo único a que aspiraba era a escapar lo antes posible de esa aglomeración. Lo malo es que los organizadores, poco católicos en este ámbito, no admiten el arrepentimiento: la visita tiene un punto de entrada y otro de salida y retroceder es imposible porque cada cual va empujado tras sí por una marea densa, impenetrable y borreguil. Llegar a esta habitación es como un premio cruel porque, además, es ofrecida al final de un largo y tortuoso recorrido, amén de la escasa ventilación y nulo aire acondicionado.
¿En qué momento de severa ofuscación mental se me pasó por la cabeza que podría detenerme a comparar el colorido actual de los frescos con el vago recuerdo que guardo de esos colores vistos, con algo más de calma y holgura, en una previa visita de hace ¡unos 20 años atrás!? No me alargaré añadiendo al relato el engaño inicial perpetrado por sujetos de mala catadura que me tentaron falsamente con evitarme la inmensa cola de entrada a este maravilloso encuentro estético.
Como compensación, ya superada la prueba, debo reconocer que plácidamente disfruto de la copiosa y desértica exposición de numismática vaticana y de la gigantografía en que aparece el Papa Francesco en compañía de la selección de fútbol argentina.
No se le ocurra enviarme un comentario al blog de esta columna sugiriendo que la capilla se puede observar mejor en Internet. Lo sabía, pero a los peores martirios accedemos voluntariamente e, incluso, pagamos por ellos.