Botas de lluvia suecas es la última novela de Henning Mankell, escrita cuando el gran autor sueco sabía que tenía los días contados debido a un cáncer terminal, por lo que es natural que gran parte del texto gire en torno a la muerte, a la enfermedad, a la vejez. Y también resulta comprensible que Mankell haya elegido como protagonista de esta ficción al médico Fredrik Welin, quien fue el personaje central de la excelente narración Zapatos italianos , que transcurre ocho años antes que Botas... Ahora Fredrik está en los setenta, una edad que Mankell no alcanzó, aunque podemos deducir que las reflexiones circulares, la visión del mundo, las contradictorias posiciones del doctor se deben parecer a lo que pensaba el escritor nativo de Estocolmo antes de fallecer. Con todo, hay una diferencia fundamental entre Mankell y su alter ego Fredrik: pese a las complejas, violentas y macabras aventuras que se describen en el ciclo policial de Mankell -a cargo del inspector Wallander- o en sus otros volúmenes, hay una fuerte dosis de optimismo progresista en cada uno de los títulos previos a Botas... En cambio, aquí tenemos a un narrador en primera persona que, fuera de analizar constantemente el paso del tiempo y describir con lujo de detalles el deterioro que ello trae consigo a la gente o de rumiar su fracaso como profesional de la medicina, es apolítico, descreído, escéptico, mitómano, por lo menos hasta la mitad de la historia, cuando las circunstancias lo obligan a ser tolerante, a tener esperanzas juveniles al borde de la senectud, a confiar en los demás.
Por cierto, Mankell es Mankell, de modo que Botas... se nos presenta a la manera de un thriller , una intriga de suspenso en la que actúa un pirómano que primero destruye la casa de Fredrik y después incendia otras dos moradas situadas en el archipiélago meridional de Suecia. Es una zona de escasísima densidad demográfica, por lo que todos se conocen, al menos de nombre: el cartero Jansson, la enigmática refugiada Rut Oslovsky, el almacenero Nordin, la empleada de restaurant Veronika, el párroco Wisen y varios más. De modo que, como ya es una marca registrada en Mankell, tenemos a un conjunto de personas que dan pábulo a las febriles imaginaciones de Fredrik y que, además, viven en la soledad extrema, en condiciones muy precarias, con escasa o nula comunicación entre sí. Lo que unos y otros tienen en común es una confusa relación con la tecnología actual -por ejemplo, Fredrik usa celular, pero carece de televisión-; cierto fatalismo ante las terribles inclemencias del tiempo; una elevada dosis de paranoia, incluso de xenofobia, para enfrentar la presencia de un asesino que puede pertenecer a esa cerrada comunidad y, por lo general, la longevidad de los habitantes de esa inhóspita comarca. Además, Mankell adereza el relato con leyendas ancestrales de la región y esta vez se detiene con esmero en el árbol genealógico de Fredrik.
Dos mujeres aparecen súbitamente en la atribulada existencia de Fredrik, obligado a mudarse a una carpa y a una caravana rodante, luego de la destrucción de su hogar. La primera es su hija Louise, de quien el padre poco sabe debido al secretismo y a la férrea independencia de la mujer. La segunda es Lisa Modin, una periodista mucho menor que Fredrik, que investiga el siniestro y de quien el maduro cirujano se enamora perdidamente. Louise, aparte de notificar que se encuentra embarazada, desaparece tal como llegó, sin dar razones de ningún tipo, sin siquiera dejar una nota de despedida. Sin embargo, llama poco después para decir que se halla con graves problemas en París. Lisa, por su parte, se encarga de advertir a Fredrik de que jamás llegará a nada con ella, sin perjuicio de lo cual muchas veces duermen juntos, claro que como dos hermanos, porque, vaya uno a saber por qué, ella no está preparada para otra clase de vínculo (¿o quizá para los suecos nada es raro en los intercambios personales?). El hecho es que Lisa viaja a la capital francesa al mismo tiempo en que lo hace Fredrik, con el ostensible propósito de aclararle las cosas, resultando todo ello en el creciente desvelo amoroso del héroe. Mientras tanto, la sorpresa que le tenía reservada Louise sí que es una sorpresa mayúscula: se gana el sustento como carterista, fue arrestada mientras robaba a un turista en el metro y su pareja es Ahmed, un argelino que se desempeña como vigilante en tiendas caras. Fredrik debe hacer frente a este caos acudiendo a la embajada, a una carísima jurista y, desde luego, llevando a cabo arduos trámites para sacar en libertad a la díscola y revolucionaria Louise. Lisa decide regresar por tren a su país -es fóbica a los aviones-, por lo que Fredrik, quien ya había tomado pasaje aéreo, lo cambia por otro terrestre y se instala frente al asiento de Lisa, quien le permite tomarle la mano en varios tramos.
El anecdotario de Botas... es mucho más amplio que lo antes dicho y posiblemente debido a la premura para terminar el libro, hay algo de desparramo, tal vez un alargamiento innecesario, un exceso meditativo en lo que creíamos era un libro de acción. De hecho, poco importan las gracias del orate que deliberadamente echa fuego en distintas propiedades y que, como es obvio, debería causar terror o al menos ansiedad entre los pobladores de esas apartadas islas, quienes se limitan a exclamar que todo esto es horrible. Por lo tanto, el desenlace es bastante forzado. Aun así, Botas... es una obra amenísima y muy bien escrita.