Recuerdo haber rechazado hace muchos años, con moralismo juvenil, el género del diario, o sea el diario de vida, identificado para casi todo el mundo con confesiones lacrimosas de preadolescentes. Cuando era generada por escritores experimentados, esta modalidad de escritura me parecía muy cercana a la vanidad, al narcisismo, a la necesidad suntuaria, por parte del autor, de escribirse y leerse a sí mismo. Me preguntaba: ¿cómo concilian estos tipos el impulso de escribir algo íntimo que tiene como destino inevitable la publicación? Sin tenerlo muy claro, adhería a la vieja separación entre lo público y lo extremadamente privado. Exponer la vida incluso con una luz cruda no tenía necesariamente que ver con la literatura, parecía más bien una salida fácil.
Ya he escrito en alguna parte que una vez, mientras hacía el equipaje antes de un largo viaje, un amigo sorprendió entre mis pertenencias un grueso cuaderno con las páginas en blanco y un lápiz, y me comentó que me estaba tomando en serio el oficio de escritor. Mi respuesta fue drástica: no, por ningún motivo. Escritor era para mí por entonces alguien capaz de vivir las experiencias de modo directo e intenso. Eso primero que nada. No un señor que ponía entre él y la realidad una zona amortiguada de observaciones amables y luego las anotaba en una libretita.
A lo que quiero llegar es a esto: el diario no ofrecía para mí -y sospecho que para la casi totalidad de mi generación- el más mínimo rastro de
pathos . Tiempo después apareció ese libro prodigioso de Martín Cerda,
La palabra quebrada , y ahí entendimos con asombro que un escritor de diarios se jugaba su trágica, existencialista y solitaria condición en ese repliegue del mundo que constituía su diario, su testeo de identidad. Para Martin, este ejercicio de intimidad era propio de aquellos que se sentían recusados por la sociedad de su época, de sus tiempos difíciles. Gradualmente vendrían las lecturas de Michaux, de Léautaud, del mismo Luis Oyarzún. Y, mucho después, el iluminador descubrimiento de los dos libros casi secretos de Marcelo Matthey.
Los otros diarios, los de circulación masiva, los periódicos, registran igualmente los detalles del día a día, pero dirigidos a un ente ficticio denominado "la opinión pública", de modo que hay ahí una transacción distinta entre emisor y receptor. Es curiosa en este caso la coincidencia de nombres entre dos productos tan disímiles. Podemos acudir a los viejos periódicos acumulados en las bibliotecas como quien se asoma por una zona abandonada, donde es posible, rastrojeando, encontrar cosas de valor. Leemos los diarios de vida, en cambio, para tratar de fijar la relación que tuvo, en algún momento, una mente y el mundo con el que se cruzó o que proyectó como una fantasmagoría.