Si uno espera buena literatura, si es exigente, si quiere gozar de un estilo pulcro, es mejor que se olvide de Carlos Ruiz Zafón. La cantidad de lugares comunes que pueblan su obra es agobiante; su prosa suele ser relamida; en fin, cuando pretende alcanzar vuelo poético, resulta cursi. Pero si lo que deseamos es solazarnos sin sentido crítico, pasar ratos en suspenso, inclusive adelantarnos en las páginas para saber qué sorpresas vienen, Ruiz Zafón cumple con todas estas y muchas otras expectativas. Es desesperantemente entretenido y jamás aburre una vez que se han superado los primeros capítulos de sus aventuras. Por consiguiente, hay que desconectar los teléfonos, llegar temprano a casa para saber con qué nos va a salir, suspender lo que se estaba haciendo y sumergirnos en unas tramas descabelladas, aunque bien construidas. Por lo demás, la verosimilitud en sí no es un valor estético y eso el autor catalán lo sabe, de modo que elimina el sentido común al proporcionarnos unos enormes novelones que pueden ser irresistibles. No es un logro desdeñable en estos tiempos de crisis del libro y la lectura, sobre todo porque es recomendable seguir sus títulos en un texto impreso, ya que al hacerlo en formato digital pierden la gracia.
El laberinto de los espíritus es la cuarta y última entrega de la tetralogía
El cementerio de los libros olvidados , que comenzó en 2001 con
La sombra del viento . No es preciso estar al tanto de los volúmenes anteriores para disfrutar de esta tremebunda historia. Desde la partida, sabemos que se trata de un inmenso folletín, con todas las reglas, los artificios y los recursos propios del género folletinesco; asimismo, el propio Ruiz Zafón alude, una y otra vez, a Dumas, Sue, Hugo y otros practicantes de esa variante novelística a lo largo de
El laberinto... . La técnica básica consiste en proveer acción, acción y más acción, sin permitirnos reflexionar un instante en lo que está pasando, acumulando hecho tras hecho, revelación tras revelación, personaje tras personaje en sucesivos momentos de sus vidas, en súbitas metamorfosis, en giros que pueden parecer absurdos, aun cuando no estemos en condiciones de percibir estas tretas para mantenernos enganchados.
Dicho lo anterior, hay que añadir que la intriga de
El laberinto... es harto uniforme y que en el fondo carece de cualquier complejidad. Los sucesos comienzan a fines de la Guerra Civil española y culminan en la actualidad; el centro, no obstante, se halla entre fines de los años 50 e inicios de los 60, en pleno franquismo. La protagonista indiscutible, Alicia Gris, trabaja para el régimen bajo las órdenes de Leandro, policía encubierto que aparentemente quiere limpiar los aspectos siniestros de la dictadura; junto al capitán Juan Carlos Vargas, Alicia es enviada a Barcelona con el fin de encontrar a Mauricio Valls, ministro de Cultura que desapareció misteriosamente sin dejar huellas. Poco a poco, nos enteramos de que Valls fue un monstruo que raptó a decenas de niños, que estuvo a cargo de la infame cárcel de Montjuic antes de ascender de categoría y que es un pájaro de cuentas para cientos, quizá miles de víctimas. Entre ellos se encuentran la familia del librero Sempere; el verboso Fermín; Ariadna, bajo la tutela del banquero Miguel Ángel Ubach, y su hermana Mercedes, adoptada por el alto funcionario, y otra serie de caracteres, mayores y menores, todos relacionados entre sí por lo que podríamos llamar las bellas letras, o sea, su dedicación a la poesía, la narrativa, las memorias. Alicia se salvó de morir gracias a Fermín y a los Sempere les debe haber sobrevivido.
La heroína, si bien a ratos puede semejar alguien sobrehumano, es a la postre una mujer a quien terminamos creyéndole todo, debido a la pericia con la que Ruiz Zafón nos la presenta. Herida gravemente en la cadera durante la caída de Barcelona, depende de la morfina para tolerar los dolores y otros estragos causados en la infancia; ni esos ni ciertos inconvenientes peores le impiden convertirse en una dama letal, que es capaz de matar a sus rivales con pistolas, cuchillos, punzones y hasta lápices de grafito si es que intentan desembarazarse de ella. Desde luego, es inteligentísima, cultísima y posee un atractivo que, cuando no produce miedo, hace caer a cualquiera. Alicia está omnipresente a lo largo de todo
El laberinto... y en las secciones en las que su persona se ausenta, nos damos cuenta de que todos, cual más, cual menos, dependen de ella. Ruiz Zafón tiene la astucia de omitir toda descripción física de Alicia, de desterrar cualquier rasgo romántico en su personalidad -amores, pasiones, líos sentimentales- y de mostrárnosla siempre de modo opaco o bien desde el punto de vista de los demás. Quizá el único aspecto psicológico que demuestra es una frialdad impenetrable, en ocasiones rayana en el cinismo. Es un gran acierto, porque el enigma de su intimidad prevalece hasta el final y cuando pensamos que estamos a punto de conocerla, nos sale con un domingo siete.
El laberinto... es, a mayor abundamiento, un homenaje a Barcelona, una de las ciudades más antiguas y más nuevas del mundo, una urbe donde el crimen se da la mano con la cultura, un paisaje monumental y a la vez barrial, un emplazamiento cosmopolita en el que gozamos de los olores, los colores, los sabores de una civilización única, que ha resistido innúmeros desastres y que conserva la belleza de rincones que ningún turista de paso logra ver. Así, este monumental mamotreto permite muchas y muy diversas aproximaciones.