Una función muy aplaudida al término, aunque con muchos peros a la hora del análisis. "Las bodas de Fígaro" (Mozart y Da Ponte, 1786) es una obra que exige pleno brío teatral y perfecta sincronización; una suerte de coreografía lírica en que todo debe calzar para describir el enredo, las situaciones y, en especial, el juego de los afectos. Ayudó a eso muy limitadamente la dirección escénica de Pierre Constant casi siempre exterior y sin considerar que la risa esconde aquí crisis humanas profundas. En este caso, tales conflictos son amorosos (las parejas en controversia), personales (Cherubino adolescente) y también sociales y políticos (la restauración del derecho de pernada y la violencia que provoca tener que recurrir a los criados para solucionar conflictos íntimos). Lo que hubo fue un juego divertido solo a ratos, liviano y poco reflexivo, con algunos momentos -pocos- logrados, como el encuentro de Fígaro con sus padres, o interesantes, como ese intento de la Condesa de restaurar su mundo cuando, durante su "Dove sono", descubre los sillones que son signo de su alcurnia, y el conjunto final, que culmina con un guiño a la Revolución Francesa, que se anuncia con los sirvientes triunfando y los señores confundidos en la marisma.
Roberto Platé concibió una escenografía única, de extrema economía de medios y de rara fealdad, que muestra una suerte de pesado palcoscenico de madera, flanqueado por varias puertas, utilizadas para las entradas y salidas de los personajes. La luz (de Jacques Rouveyrollis, realizada por Chrishopfe Naillet) quiso dar cuenta del paso del día, lo que consiguió de manera fragmentaria, y que tampoco fue un sustento para los afectos expresados.
La obertura permitió augurar un mejor desarrollo del aspecto musical, porque la versión de Attilio Cremonesi, de enfoque barroco, fue de una finura camerística notable, en especial debido al exquisito sonido de las maderas. Sin embargo, comenzando la acción eso tendió a diluirse debido a una dirección de velocidad inusitada, que terminó por provocar más de un descuadre con el conjunto de cantantes y que olvidó la atmósfera emotiva de escenas como la entrada de la Condesa ("Porgi amor"), las arias de Cherubino y el dúo "Canzonetta sull'aria". Los recitativos tampoco alcanzaron a cumplir con su función y se escucharon a la rápida, sin el goce necesario por el verbo dicho. A pesar del triunfo del final ("Ah, tutti contenti"), quedó la sensación de una idea musical, complementada a la escénica, que no llegó a término, que no cuajó.
El elenco tampoco ofreció nada de excepción. Ni en lo vocal ni en lo estilístico. Mejor en este contexto, la mezzo Maite Beaumont, enérgico Cherubino, y la encantadora Susanna de Angela Vallone, quien cantó con delicadeza su "Giunse alfin il momento". No puede fallar Fígaro en esta ópera, y por el momento el barítono Igor Onishchenko, de agilidad dancística en sus desplazamientos, no es el cantante adecuado, por una voz de corto alcance y porque aborda el papel de manera superficial. En Mozart no está en lo suyo la eficiente soprano Nadine Koutcher, que además sufrió la velocidad que se imprimió a sus escenas en solitario, mientras que el barítono ZhenZhong Zhou fue un Conde Almaviva de hermoso timbre y actuación convincente. Estuvieron muy bien Sergio Gallardo (perfecto para Don Bartolo), Paola Rodríguez (graciosa Marcellina), Regina Sandoval (Barbarina), Gonzalo Araya (Don Basilio), Víctor Escudero (Don Curzio) y Jaime Mondaca (Antonio). El Coro del Teatro Municipal (dirección de Jorge Klastornick) cumplió, como siempre, a cabalidad.