Juan Antonio Pizzi ha desarrollado óptimamente su función de administrador técnico de la selección esta semana, facilitando el libre traslado de su arquero titular por tierras europeas, amañando la información para no generar más ruido del que ya se ha generado por situaciones anómalas y ocultando la verdadera razón por la que Claudio Bravo ha terminado siendo el gran tema de Chile, ad portas de jugar la Copa Confederaciones.
Como siempre ha sucedido desde que esta Roja se transformó en un equipo exitoso, de nada importa que Pizzi opere más como un estratega comunicacional que como un técnico seleccionador mientras los jugadores arreglen adentro de la cancha los entuertos que se producen, o que ellos mismos originan, fuera de ella. A Pizzi lo dirigen los jugadores, y lo más patético de todo es que al administrador técnico parece acomodarle el modelo de autonomía, tanto como parece agradarles a los dirigentes de la selección (el rostro de resignación de Arturo Salah por estos días debe ser indisimulable) y a todo el contingente que gira en torno al dinero que mueve la Roja.
Ni en los tiempos en que Iván Zamorano y Marcelo Salas dictaban las normas de conducta en el plantel, mientras Nelson Acosta jugaba dominó junto al PF Ítalo Traverso, que la selección no era conducida desde el rincón más íntimo del camarín. La notable diferencia es que Acosta no disfrazaba su sumisión a la ascendencia de la dupla Za-Sa sobre el resto con declaraciones vacuas de contenido y evasivas que son insulto a la inteligencia ("no lo dije porque no lo preguntaron", contestó Pizzi, refiriéndose al viaje de Bravo), sino que sencillamente potenciaba el liderazgo admitiendo su rol secundario, prescindible casi en la extensión total de la palabra.
La llegada a Chile sin aviso de Alexis Sánchez, el bochorno de Eugenio Mena antes de partir y el inclasificable derrotero de Bravo en Europa no son señales que benefician a esta selección. El imperturbable discurso de Pizzi tampoco es un signo saludable, por más que este grupo siga apostando a que con goles y abrazos puede taparse todo. Los peligros de que todo se vaya al carajo por dejar que gobiernen los jugadores, independientemente de su extraordinaria calidad futbolística, es que en algún momento la disputa por el poder interno, como la historia lo ha demostrado, va a detonar un conflicto dentro y fuera de la cancha, que un entrenador sin carácter no podrá resolver, y que se verá irremediablemente reflejado en los resultados.