Hace 25 años, cuando decidí por primera vez encargar tarjetas de presentación, un amigo, que por entonces era un árbitro del refinamiento y el buen gusto, me llevó a una pequeña imprenta a la vuelta de una esquina en Providencia. Solo ahí podría encontrar lo que buscaba y más, me dijo, pues ahí se atesoraba un arte centenario que arriesgaba desaparecer. Era, en efecto, un lugar mágico y extemporáneo: ordenado, sencillo, silencioso, fragante a papel y tinta; tras viejos escaparates y mesones vidriados se desplegaba un universo de papeles bellamente impresos; cientos de tarjetas de visita de inusuales tamaños, sobrias y perfectas; tarjetones, esquelas fúnebres, invitaciones oficiales de embajadas, con sus cuños repujados y dorados; de matrimonio, de agradecimientos, de bautizos y primeras comuniones. Era inevitable examinar las tarjetas una por una; reconocer nombres y ocasiones, cada una un relato, todas con exquisita tipografía, sutil y nítida a la vez, como solo la presión de un filo de acero entintado puede lograr sobre una buena cartulina. Detrás del mesón, el artesano y propietario era un hombre delgado, diligente, amable sin zalamerías, formal, impecablemente vestido. Tenía un ayudante de pocas palabras y con quien se hablaban en voz muy baja. A juzgar por las vitrinas, la imprenta era un buen negocio, y me pareció que ese hombre no solo estaba orgulloso de su oficio, sino que comprendía su trascendencia y lo amaba verdaderamente.
Durante 25 años lo visité para renovar mis tarjetas. Apenas intercambiábamos cortesías en esas ocasiones, pero los pequeños cambios en mi vida -una dirección, un teléfono, borrar el fax, agregar email, un nuevo cargo- quedaban plasmados en el papel y en su aguda memoria. Hace unos días volví, como de costumbre, y encontré el local cerrado y a oscuras, aunque intacto tras las vitrinas de la fachada. Consulté con los vecinos y supe que el impresor había muerto hace algunos meses. Volví sobre mis pasos, consternado, a escudriñar largamente el local en la penumbra, tras el vidrio, pero ahora como quien observa por última vez una escena congelada en el tiempo, un diorama de museo, una fotografía antigua. Me alejé de ahí y cada tranco que di se me hizo más pesado, más triste, infinitamente vacío. No por nostalgias de tiempos pasados, sino por la pérdida irreparable de la belleza, de los oficios que le dan vida a la belleza, de la dignidad de los oficios que le dan vida a la belleza, y de la ciudad, nuestra ciudad, que va perdiendo su sentido más profundo.