La prensa deportiva es la gran responsable de los malentendidos que se vienen después de algún escandalillo. Esa perniciosa obsesión por abordar contenidos de otros sectores informativos ha hecho que terminemos confundiéndolo todo y emporcando trayectorias de destacados deportistas que equivocaron el camino, cuando en realidad lo que hay que hacer es ubicarse y llevar las noticias donde corresponde. Si un futbolista es sorprendido conduciendo en estado de ebriedad, la información tiene un solo carácter: policial.
Eugenio Mena, el caso que nos convoca esta semana, cometió un delito y debe ser tratado como quien infringe una ley de la Nación. No es un delincuente con todas sus letras, pero protagonizó un hecho donde a lo menos no cumplió una norma establecida por convención social. Todo el resto de las consideraciones sobre su calidad de seleccionado nacional y referente que ocupa a la prensa deportiva tienen un real significado teórico, de verdad profundo y por cierto muy discutible en el origen y la consecuencia, pero que en realidad carecen de todo valor en la medida que a las autoridades competentes les interesa un soberano rábano, porque el castigo deportivo no existe ni está protocolizado, y la sanción moral queda aislada, con mucho de optimismo, a un autoexamen de dudosa eficacia por parte del involucrado, más allá de las disculpas de rigor.
Dejémonos de hipocresías. Salvo al periodismo deportivo, que sigue perdiendo energía tratando de evangelizar al púlpito sobre este tipo de conductas en deportistas profesionales, a nadie más le interesa, importa o desvela que Eugenio Mena sea sorprendido manejando curado y a exceso de velocidad. Como también ha sucedido con toda la larga lista de picanterías disciplinarias que se han constatado con este plantel de futbolistas extraordinarios, que al hincha eufórico lo tienen lleno de alegría y evasión; a los dirigentes, de dinero y poder; a los políticos, de distractivos por doquier; y al periodismo, de horas de transmisión, viajes y miles de páginas de gloria.
Esta es una pelea perdida que Borghi intentó dar cuando sancionó a un grupo, y que todo el resto de los últimos seleccionadores, incluido el arcángel Bielsa, el campeonísimo Sampaoli y el administrador técnico Pizzi han evitado cobardemente. Y ni hablemos de los dirigentes, que para perseguir a sus colegas delincuentes no han dudado, pero que para alzarles la voz a los ídolos se han quedado todos afónicos.
Zanjemos por lo sano: cada vez que alguno de los intocables tenga problemas con la ley, no esperemos nada de nadie que corresponda. Que la pega la hagan nuestros colegas de la sección policial.