Una de las cosas que me llaman la atención últimamente es escuchar a amigos declarar que no leen novelas. Se trata, por lo general, de gente culta, véase muy culta: filósofos, periodistas, ni qué decir tiene de abogados, políticos u otras profesiones liberales más lejanas a la órbita de las humanidades. Que un ingeniero o un médico no lea novelas puede parecer comprensible, en un mundo en que las literaturas específicas ligadas a los vastos saberes científico-técnicos son cada vez más nutridas. Pero que intelectuales vinculados al amplio territorio de las humanidades le digan a uno que ellos no leen novelas, a veces con un dejo de irritación, como si leer narrativa fuese una actividad algo infamante, una especie de pasatiempo para señoritas ociosas, no deja de ser sorprendente.
Esto habla, a mi juicio, de una pérdida de prestigio de la ficción en el entramado cultural. En Chile, aunque no ocurre solo aquí, esto es particularmente manifiesto: si revisamos las listas de libros más vendidos, veremos que muchos de ellos son interpretaciones literarias de la historia nacional. Es un hecho que a los chilenos, aunque leamos poco, nos interesa sobremanera nuestra historia patria. Allí están los éxitos editoriales de Guillermo Parvex, Carlos Tromben y Jorge Baradit, a los que se agrega ahora la última entrega de Elizabeth Subercaseaux. Hay que alegrarse por ellos, por sus libros y, cosa no menor, por el hecho de que a los chilenos nos interese leer algo. Leer siempre es bueno, aunque sea el tubo del dentífrico, como decía Cortázar.
No quiero parecer cínico, lo que deseo subrayar es que el lector afecto a las múltiples formas de la historia, desde la ciencia a la literatura históricas, busca algo que la "mera" ficción narrativa no le puede dar, por la sencilla razón de que no tiene por qué dárselo, a saber: la verdad. La ciencia histórica, como toda ciencia, pretende establecer la verdad de unos hechos que conforman el acervo cultural de una comunidad. Pero nadie le puede exigir al escritor que cuente la verdad -aunque finja hacerlo-, porque lo propio de la literatura es establecer un discurso "paralelo" -más acá o más allá, más arriba o más abajo- a los discursos de la verdad, que son los de las ciencias, la religión, la política.
Marc Angenot dice que la literatura interviene "después", cuando todos los discursos de la verdad ya han intervenido. Mijaíl Bajtín llama a estos discursos los "discursos de palabra directa": un político interviene en el terreno social en nombre de la verdad, lo mismo que un sacerdote o un científico. Un escritor, por definición, deforma, interpreta, es decir, miente. La literatura es contraria a la verdad, porque es parodia, interpretación o reinterpretación, nace de la imaginación de un sujeto único -el escritor- que hace con el más común de todos los bienes -la lengua- algo absolutamente singular: una obra "poética", un artefacto de lenguaje. Ese es el terreno de la literatura, el de la lengua y no el de la realidad, histórica o no. Por supuesto, una obra narrativa es un objeto en el mundo y como tal, se refiere a él, tiene, por lo tanto, una carga de referencialidad que es, obviamente, "mundana". Pero de allí a exigirle la misma obligación de decir la verdad con las que opera la ciencia, la religión o la política, hay un trecho que encierra una distorsión y una trampa. La distorsión consiste en pedirle a la literatura algo que no puede dar. La trampa reside en leer ficción "como si fuera" un discurso verdadero. "La novela es un mentir verdadero", decía Malraux. Y Stendhal: "La novela es un espejo que uno pasea a lo largo del camino". En esta "deformación" reside el secreto del arte narrativo. Lo que no impide que aprendamos más sobre la Restauración borbónica en Francia leyendo El rojo y el negro , o sobre la Inglaterra decimonónica leyendo a Dickens que en cualquier tratado de historia, pues se trata de un aprendizaje "íntimo", en el que el lector recrea las vidas de otros, algo que ningún texto científico puede brindar. En el siglo XIX ninguna persona culta podría haber afirmado que no leía novelas, porque la novela contribuía a formar la conciencia del mundo. Hoy, en cambio, vivimos bajo la tiranía de lo real: exigimos verdad, datos, experiencia directa; acaso porque la realidad se ha vuelto en sí misma una ficción y no hay ya diferencia entre realidad virtual y "realidad real".