El socialismo chileno ha entrado en una crisis de identidad que no solo debería preocupar a sus dirigentes, militantes y simpatizantes, sino a todo ciudadano, porque la indeterminación doctrinaria en que se halla introduce una incertidumbre que perturba todo el sistema político.
En las últimas décadas, en el socialismo chileno pareció consolidarse -de la mano de líderes como Ricardo Lagos y la propia Michelle Bachelet- un proyecto socialdemócrata que colaboró en gran medida al progreso socioeconómico y también a la paz social de los últimos 40 años. En lo medular, ese proyecto consistió en aceptar que las instituciones propias de una democracia republicana -en lo político- (que en su momento descalificó como "burguesas" y buscó sustituir por una "popular") y de una economía de libre mercado -en lo económico- (que en su momento propuso sustituir por economía centralmente planificada y con propiedad estatal de los medios de producción) eran las más convenientes para lograr el bien común, correspondiéndole al Estado tan solo un rol de regulación, fiscalización y promoción de la igualdad de oportunidades. La búsqueda progresiva de la igualdad era el índice distintivo de sus políticas públicas y el amplio ámbito donde el socialismo podía realizar aportes importantes y necesarios. Ese proyecto fue muy exitoso políticamente porque le permitió elegir en tres oportunidades un Presidente de la República de sus filas y converger, en una misma coalición, con su rival tradicional, la Democracia Cristiana, proporcionando estabilidad y gobernabilidad al país.
La continuación de la historia es conocida: El segundo gobierno de la Presidenta Bachelet introdujo, o hizo aflorar, dentro del socialismo, una confusión doctrinaria de la cual todavía no emerge. Ese nuevo proyecto, aunque morigerado y desdibujado ahora, agigantó el componente utópico de todo socialismo -que opera, al menos, como horizonte de esperanzas- prometiendo, en cambio, la satisfacción inmediata de un vasto conjunto de necesidades sociales reales y legítimas mediante su sola conversión en "derechos sociales", sin tomar en cuenta el principio de escasez de recursos y, por ende, la necesidad de priorizar las políticas públicas de acuerdo con sus beneficios sociales alternativos. Este nuevo utopismo socialista interpretó la doctrina socialdemócrata como una versión amarilla del neoliberalismo, del cual había que abjurar, sustituyéndola por un conjunto vago de instituciones que nunca se han terminado por precisar de un modo contrastable. La intelectualidad socialista cercana al poder cedió al error de confundir economía de mercado con dictadura, legado de Pinochet y malestar social. Ninguna de esas identificaciones es correcta y, sin embargo, hubo quienes las aceptaron casi eufóricamente, como si este nuevo utopismo fuera la fórmula que permitiera diferenciar su proyecto del que encabezara el ex Presidente Piñera que, acaso inesperadamente para ellos, en los hechos fue socialdemócrata también. Es preciso, entonces, pensar con mayor sutileza la diferencia.