Somos un país tremendamente definido por la cultura del consumo. Quizás por una histórica debilidad manufacturera o por nuestro provincianismo de confín, la importación de bienes y su disponibilidad para el ciudadano siempre se ha celebrado como placebo de modernidad. Así, nos hemos convertido en líderes planetarios de metros cuadrados de
mall per cápita y exportamos nuestros
shopping centers con éxito. Mientras en el mundo, los antiguos y convencionales centros comerciales se transforman en abandonadas ruinas posmodernas, los nuestros se han esmerado en romper el búnker e imitar a la ciudad. Tomando prestados nombres de espacio público venden la promesa de una experiencia urbana. No obstante, siguen siendo un simulacro, un catálogo resumido en una caja estrecha, congestionada siempre de vehículos y tedio.
Resulta paradójico el afán que despierta el
mall, porque la ciudad de verdad, con vida, cultura, encuentro y diversidad reales, sigue generosamente a disposición. El centro de Santiago, por ejemplo, es un verdadero disfrute de caminar en fin de semana. Sus paseos peatonales y sus redes de galerías son majestuosos salones urbanos, enmarcados en buena arquitectura y con vista al cielo. La variedad de productos se aproxima al infinito en una oferta que se especializa hasta la obsesión. Y esas tiendas, que se han vuelto palacio de su propio rubro, recuerdan la nobleza del oficio del comerciante que convierte en su máxima la satisfacción del cliente.
Si además se tuvo la buena ocurrencia de dejar el auto en casa, amerita premiarse con un buen café tomado de pie entre la multitud: nunca se sentirá más pausado. Para medio día hay un repertorio cósmico de gastronomía, demorada o veloz, criolla o migrante, siempre abundante y conveniente. Y a la vuelta de la esquina, la más variada y contundente oferta cultural para pasar el resto de la jornada: museos, cines, teatros, parques de verdad. Esta antigua experiencia tan fabulosa como inimitable se llama ciudad. Cámbiela por la del
mall.