A un lustro de su debut en París, podemos disponer aquí de la obra que desde su estreno no ha parado de representarse en el mundo, la más premiada y aclamada unánimemente por la crítica en ese lapso. La cual se ofrece aquí además en una versión de excelencia, que la instala en el punto más alto de una temporada que partió muy bien.
"El padre" es el Opus 7 de Florian Zeller (hoy de 38), el más elogiado talento de los nuevos dramaturgos galos que, sin innovar en la escritura, ha sabido convocar al público provocándolo con tópicos de lo más cotidianos, pero que por ingratos solemos rehuir. Con su hábil dominio de los recursos técnicos, inventiva y cierta malignidad, los aborda manteniendo el equilibrio entre la distancia intelectual y lo sensible. Porque se debe decir, antes que nada, que esta obra no es un panorama alegre. Al contrario, es la más implacable zambullida en los estragos de la vejez, que es para donde vamos todos, un proceso devastador que hemos presenciado en nuestros progenitores. Y acerca de la enfermedad de Alzheimer, una amenaza presente en la ancianidad. O sea, como propuesta, una vivencia dura y acongojante, pero a fin de cuentas catártica y liberadora.
Ecos de "El rey Lear" y de Harold Pinter resuenan en esta historia acerca de un ingeniero retirado cuyo deterioro mental le obliga a depender de su hija, quien lo acoge en su hogar, alterando la relación con su pareja y toda su existencia. Algo parecido a situaciones reales que todos hemos oído. De los olvidos, distorsiones de percepción, obsesiones y malos entendidos del anciano, da cuenta el diálogo. Pero la estrategia más despiadada de la pieza es su planteo teatral, que convierte al escenario en el espacio mental del octogenario protagonista. Si lo que escuchamos a lo largo de los 15 cuadros suele ser dudoso e incierto, lo que vemos nos hunde en la confusión alucinatoria: ambientes distintos que lucen parecidos, personajes con un aspecto físico que luego resultan tener uno muy diferente, otros que parecen desconocidos y son en realidad un ser querido. A medida que Andrés se va olvidando de sí mismo, el albo espacio se va quedando vacío. En su regresión a la infancia, no le queda más que buscar consuelo en el acogedor regazo de la madre.
Ese es solo un flanco. La pieza bucea en cómo evoluciona la compleja y dolorosa relación entre padre e hija. En esto el montaje goza del brillante acierto de poner a Héctor y Amparo Noguera -dos de los intérpretes mejor dotados de nuestro medio- en esos roles. Lo que da a su doble encarnación una riqueza personal en verdad e intimidad entrañable. Por lo demás, Noguera, a los 80, brinda una actuación virtuosa que es como la suma de todo lo que hizo antes. La obra explora asimismo en el nexo entre el viejo y sus enfermeras cuidadoras, y entre la hija y su pareja. La dureza del retrato se aligera, por decirlo así, con algunos giros de humor muy negro y cruel.
Descarnadamente lúcida, a la vez emocional y sensitiva, esta es una puesta redonda a la que no le falta ni le sobra nada. Cada recurso aporta orgánicamente al total para cumplir una función estética, en tanto modula atmósferas y estados de ánimo de modo perfectamente calibrado. Por cierto, marca la madurez definitiva del actor Marcelo Alonso como director, que en la última década dio muestras indudables de su gran talento como tal (recordamos "Cara de fuego", en 2009, y la atrapante "Rápido, antes de llorar", al año siguiente).
Teatro UC.
Jorge Washington 26, Ñuñoa.
Nueva temporada del 12 de julio al 5 de agosto.