En una de las páginas de sus diarios, Ludwig Wittgenstein anotó que yendo en un tren de pasajeros, al observar a unos campesinos sentados a poca distancia, se sintió superior a ellos. Por cierto, esta constatación le produjo una especie de tormento más intelectual que moral. El sentimiento de superioridad es un hecho que preferimos ignorar, porque en alguna medida es socialmente impresentable, pero calibramos tal sentimiento automáticamente cada vez que enfrentamos por primera vez a una persona.
En un viejo reportaje televisivo, según recuerdo, los porteros de boites y discoteques aparecían como feroces lectores de signos relacionados con las jerarquías sociales, determinantes en la decisión de quién podía entrar y quién debía quedarse afuera de tales recintos. Tasaban al ojo la ropa y los zapatos de los postulantes a entrar: tacos gastados, chalecos con motas, chaquetas de codos brillantes. Ese tipo de descuidos significaba, invariablemente, que el sujeto en cuestión era un pobre diablo. En este caso, los porteros representaban un sentimiento de superioridad ajeno, colectivo -el de los clientes de los boliches-, y no el suyo propio. Muchos de los expulsados por rascas se podrían haber sentido incluso superiores a los porteros mismos, primero que nada, por no tener que estar en horario nocturno ejerciendo un oficio ingrato y matonesco.
Aunque, claro, los subordinados suelen ser más celosos de las jerarquías que sus propios patrones, como se ve tantas veces en la gran serie "Downton Abbey". Joaquín Edwards Bello se sorprendió alguna vez de que su mayordomo se refiriera a una joven que venía a visitarlo como "de tipo ordinario".
Quizás más de alguien se acuerda aún de las señoras a las que se les impidió, a fines de los años 90 el ingreso a un pub de San Damián por una cuestión de "rango etario": se las consideró un poco pasadas en años como para permanecer en el interior del pub. Debe ser lo más humillante del mundo que a uno lo echen por viejo de un lugar cualquiera. Cuando chicos estábamos acostumbrados a que nos sacaran a paso de polka hasta de las iglesias, pero qué terrible se hacen estas realidades a los 60, 70 años, cuando se ha acumulado en los huesos quebradizos el cansancio de vivir. En los juegos infantiles de las plazas de Londres, por motivos de seguridad, un cartel señala que no se permitirá la presencia de adultos solitarios.
La escena más triste de discriminación impredecible la vi en una película de Steve Martin, para el caso un tipo mayor profundamente deprimido. En un momento se pone a mirar con otra gente (Pascua, ciudad nevada, frío intenso, poca luz) a una señora que cantaba y predicaba con harto éxito. Y en virtud de ese éxito impensado es que la veterana se acerca a Steve Martin y le pide que se vaya, ya que esa cara lúgubre que tiene le puede espantar al público.