Con un título de provocativo poder semántico, Roberto Rabi González (Santiago, 1974) presenta en
Malparidos 12 relatos de fuerte personalidad narrativa, donde nos enfrentamos a una galería de personajes que encarnan de una manera u otra aspectos de la identidad que nos ha otorgado nuestra historia reciente. El autor no ha tenido que mirar demasiado lejos para descubrirlos. Los malparidos viven en nuestros mismos barrios (ambiente favorito de estos cuentos); se mueven en nuestro entorno más cercano; nos rodean, pasan diariamente por nuestro lado e, incluso, a veces nos codeamos con ellos sin distinguir sus fisonomías. El propósito de los cuentos de Roberto Rabi es exponerlos a la luz en grabados al aguafuerte que dibujan sus figuras con intensidad y sin concesiones, pero a veces también con misericordia, porque no todos los malparidos son hijos de mala madre (según la definición del diccionario). Los cuentos nos ofrecen ejemplos de malparidos que despiertan el rechazo o el disgusto del lector, pero también de otros que apelan a su conmiseración. Según reflexiona la abogada que defiende a uno de ellos, son "tan insólitamente frágiles, como animalitos abandonados".
El poder de convicción que manifiestan los narradores construidos por Roberto Rabi obedece al tono de solidez y autenticidad que sus voces proyectan sobre lo que presentan. Encontramos narradores -malparidos ellos mismos o no- que relatan lo que han observado o que han sido testigos de los hechos o partícipes de lo sucedido, pero todos buscan voluntaria o involuntariamente las razones que justifican la existencia o el comportamiento de los malparidos: "Tal vez es algo que pasa en la infancia lo que marca la diferencia entre él y yo. Tal vez la diferencia no es más que la suerte, así genéricamente" ("La cartera"). Este objetivo permite que en algunos casos se perciba incluso la voz del autor implícito (abogado, profesor de Derecho Penal y fiscal), que se oculta detrás de las palabras de sus narradores. Así sucede, por ejemplo, en el cuento "Audiencia del artículo 343", que significativamente cierra el volumen. A la postre, las respuestas son sencillas. Los malparidos han sido niños abandonados por sus padres o provienen de miserables familias mal constituidas o delincuenciales, pero la mayoría participa de una característica común: se han formado en los tiempos en que "el país era un hormiguero y todos pensaban que en algún momento habría un golpe de Estado".
La indagación de verdades que subyace en los relatos produce otra característica que destaca en estos narradores: su deseo vehemente de establecer un contacto íntimo con sus destinatarios, de ganarse por completo su complicidad y aquiescencia: "¿Cómo entonces puede decirme que no tiene plata y exigirme que me haga cargo de todo?" ("Negociaciones"). Los destinatarios son apelados continuamente para que no desvíen su atención de aquello que los narradores consideran importante: "¿Qué se puede decir además de lo obvio? ¿A alguien le podría caber alguna duda sobre cuál de los dos es el malparido? ¿Me entienden ahora?" ("Decadencia de las estructuras oníricas"). Incluso, los narradores pueden adoptar un tono conminatorio que adquiere ribetes de insolencia: "Esta no es una historia agradable, ni siquiera entretenida. Por lo mismo, es fundamental que comience preguntándote por qué te dispones a leerla" o, también, empujar al destinatario para que se comprometa con el mundo imaginario del relato ("La última moneda").
Los cuentos de
Malparidos se apropian del interés del lector desde sus primeras páginas. Las anécdotas que desarrollan no recurren al melodrama, a ideologías o a situaciones escatológicas de fácil acceso, tentaciones en las que quizás habría caído un narrador con menos experiencia o dominio de sus referentes. Las imágenes nos golpean con intensidad debido principalmente a su extraordinario poder expresivo y la efectividad de la comunicación que se establece con el lector no se debilita en ningún momento. Somos incapaces de abandonar el volumen una vez que hemos comenzado su lectura.