A diferencia de sus colegas que practican con éxito el género policial, el irlandés John Connolly ha alterado radicalmente las reglas básicas del juego -un cadáver, una investigación a cargo de un sabueso y un final convincente-, para entregarnos obras de gran densidad psicológica, histórica y metafísica, donde se dan cita los mitos, el Antiguo y Nuevo Testamento, elementos góticos y diabólicos, más una serie de factores que otorgan una creciente complejidad a sus ficciones y que en otras manos se traducirían en una mazamorra incomprensible. De alguna manera imprecisable, nos hace creer en fantasmas, en situaciones paranormales y en giros relacionados con conspiraciones espectrales que, gracias a la sólida, expresiva y febril prosa del autor, convierten a sus abracadabrantes historias en tramas atrapantes y muy bien concebidas. No es un logro menor cada vez que abordamos sus libros, por lo general de 500 páginas, que logran cautivarnos desde el principio hasta el desenlace.
La canción de las sombras, su último título, confirma plenamente lo anterior. La acción transcurre en el estado de Maine y en distintas aldeas vecinas entre sí, y tiene como protagonista al detective Charlie Parker, quien ya ha participado en una serie de 15 títulos previos y que, como suele suceder en la actual novelística negra, es harto extravagante: sus principales asistentes, Louis y Ángel, son una pareja de ex delincuentes peligrosísimos, ambos gays, que están dispuestos a matar a quien sea con tal de proteger a su jefe, o los hermanos Fulci, dos gigantes que producen miedo de solo mirarlos, pero son una parte indispensable en el equipo de Charlie. Estos y otros personajes dan una nota de humor, contribuyen con diálogos chispeantes y aportan ligereza a intrigas muy macabras, muy lúgubres.
En efecto,
La canción... empieza con el horrible asesinato de un matrimonio, al que le siguen otros homicidios, cada vez más sangrientos, hasta formar una cadena de sucesos detrás de los cuales se encuentra una red conectada con el Tercer Reich alemán, encargada de proteger a genocidas que se asilaron en Estados Unidos y que, 70 años después de terminada la última guerra mundial, están siendo descubiertos por el FBI, por otras agencias federales y por la comisaría local, puesto que todos residen en la imaginaria comarca de Boreas y sus alrededores. Charlie no está en su mejor momento, ya que convalece de heridas graves que estuvieron a punto de costarle la vida, por lo que arrienda una casa a orillas del mar para su dolorosa recuperación. Todo va bien, hasta que Charlie traba amistad con Ruth Winter y su pequeña hija, Amanda, quienes están en la mira de la organización neonazi encargada de eliminar a todos los testigos sobrevivientes del campo de exterminio de Lubsko, situado en Polonia, en las proximidades de Auschwitz.
La canción... se remonta, pues, al horrendo pasado hitleriano y de ahí vuelve al presente, un presente tecnologizado, de comunicación instantánea, de recursos ilimitados que, no obstante, de nada sirven para detectar el entramado que actúa bajo un sistema de protección invencible, hasta la aparición de Charlie y sus amigos. De hecho, en esta narración apenas hay un par de referencias a teléfonos celulares y toda la gente, tanto los miembros de la administración de justicia, como los facinerosos, parecen actuar sin computadores ni grabadoras, limitándose al antiguo procedimiento de tomar notas o al trabajo puerta a puerta. Este detalle puede pasarse fácilmente por alto, aunque sin ninguna duda es un homenaje de Connolly a la gran tradición americana de los años 30 y 40, o sea, Hammett, Chandler, Woolrich y otros predecesores.
A mitad de camino,
La canción... parecería encallar en el desorden, la incoherencia y un nivel de confusión debido a la multiplicidad de incidentes, a la proliferación de sucesos inexplicables o al vasto número de hombres y mujeres, de los más diversos ámbitos, que entran en el relato. No hay tal. Con pulso seguro, Connolly nos conduce por los laberintos del poder, por los subterráneos de una sociedad que está inmersa en el consumismo y por las existencias de un vasto número de individuos que están dispuestos a lo que sea para ocultarse y que recurren a atroces formas de atentados, como si fuera algo común y corriente. Quizá el único defecto de La canción... y del resto del corpus de Connolly resida en que los malos son demasiado malos y los buenos, pese a sus tachas, estén imbuidos de un elevado sentido moral. Como sea, es una falla muy menor frente a un texto tan absorbente.