Es admirable la capacidad que tiene la gente descomplicada de relacionarse en un plano de lenguaje superficial, que está más centrado en el tono afectivo de las declaraciones que en las declaraciones mismas. Se trata de ese tipo de diálogos que en las teleseries chilenas se les reserva a los personajes de "extracción popular", frases como "¿y qué tal le ha ido con el frío, señora Normita?", "maoma no más, ¿no ve que tengo reumatismo?", "dicen que hay que ponerse tres capas de ropa", "ay, señor, dicen tantas cosas, lo que es yo me cuido a mi manera". Se trata de un lenguaje llano, sin fisuras, escéptico de las triquiñuelas del pedante.
Es sabido que la experiencia del mundo es homogénea solo en un segundo grado. Es decir, tenemos la capacidad de construir permanentemente un relato de nuestras acciones que nos hace sentir como seres definidos moviéndonos en un mundo coherente. Pero si ajustamos la atención como se ajusta el lente de un teleobjetivo, nos damos cuenta de que nuestros actos cotidianos son desarticulados, tal como el curso de nuestros pensamientos. Aun nuestra expresividad está cruzada de detalles inadvertidos, como cuando agitamos el cogote por un segundo como podría hacerlo un pollo.
Cuando alguien de extrema confianza nos pilla totalmente abstraídos y nos pregunta "¿en qué estás pensando?", se considera una falta de delicadeza contestar "en nada", además de que una respuesta semejante sería falaz. Pero la respuesta verdadera implicaría entrar en un estrato tanto o más complicado que la nada, o sea: lo indeterminado, lo suelto, las imágenes del pasado que no tendrían por qué aparecer aquí y ahora. En estas cosas pienso: unas olas de noche en una playa con kioscos desmantelados, unos arbustos en unos cerros de secano vistos desde una micro rural en un viaje sin sentido, un pan con queso dentro de una bolsa plástica, una tapia gris con un letrero hecho con plumón morado que dice "salida" y lleva como complemento una flecha dibujada con el mismo plumón. En fin, cosas de esa índole ocupan mayoritariamente la actividad mental en cuanto nos descuidamos del discurso.
La pregunta "¿en qué estás pensando?" -si no está formulada estrictamente a instancias de los celos- siempre es un reclamo contra el silencio, que para algunas personas resulta intolerable. "Ya tendremos tiempo de estar en silencio cuando nos bajen a la fosa", contestó una vez un español, regente de un restaurante, cuando uno de los clientes le pidió que bajara el volumen del televisor, sintonizado en unos concursos de canto o de baile o de ambas cosas a la vez. El hecho es que la metafísica se vuelve cotidiana en esa pregunta en particular, y el día se nos revela en su revés: primero, como algo -no sabemos qué- que no es puro presente y, segundo, no como el continente de las 24 horas predecibles del reloj, sino como un conducto que nos vincula al cosmos de una manera escalofriante.