Se avecina una temporada de debates electorales y los candidatos preparan sus programas para seducirnos por el voto. Bienvenidos sean los promisorios listados de obras públicas que cambiarán la cara a nuestro territorio, pero urge escuchar una discusión más de fondo. Una nueva Constitución clarea en el horizonte y ahí también está en juego el espacio que habitamos. El derecho a la ciudad y el territorio es un principio fundamental de la vida en común, que merecería estar apropiadamente resguardado en la base de nuestra legislación.
Se trata del derecho a una vivienda que sea adecuada, tanto a nuestras necesidades como a nuestros contextos culturales y económicos. El derecho a contar con equipamiento e infraestructura pública y, asimismo, el derecho a la redistribución equitativa de las plusvalías que se generan por la inversión en aquellas obras. El derecho a vivir en un ambiente libre de contaminación y de contar con la protección de los recursos naturales y del paisaje. El derecho a acceder de forma equitativa a las oportunidades y de forma libre a los bienes de uso público. El derecho a una estructura institucional que permita la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones que afectan nuestro entorno.
¿Por qué es pertinente asegurar estos y otros principios que parecen tan específicos? Porque nuestros marcos normativos son precarios e insuficientes y, aunque estuvieran bien nutridos, se enfrentarán a presiones globales -tanto del mercado como de la corrupción-, que serán cada vez más fuertes. Porque, como pocas cosas, el espacio acentúa o aplaca la desigualdad: segregando o integrando a las personas, facilitando o bloqueando el acceso a las oportunidades; el territorio determina y sustenta las posibilidades de desarrollarse. Finalmente, porque nuestras vidas están atadas al lugar que habitamos y en ese suelo compartido se arraiga nuestra definición
de comunidad.