Alguna vez en Londres pasé en micro por Baker Street y automáticamente hice el ademán de bajarme, pero como la micro o double-decker bus iba tomando velocidad no había forma de que se detuviera antes del próximo paradero. El hecho es que me quedé sin conocer la casa de Sherlock Holmes, la casa del personaje ficticio. Me pasó lo mismo con la casa de Freud, que tenía una de esas redondelas de la London Heritage y, aunque la vi fugazmente al pasar, sus detalles se me quedaron grabados en la conciencia y en el inconsciente al mismo tiempo.
Es curioso: cuando se habla de la vida de Freud en Londres me siento muy familiarizado con el tema, como si tuviera que ver conmigo. Y es por eso no más: porque estuve a cinco metros de su casa durante quince segundos. Donde sí recalé un rato prolongado fue en la casa de Bernardo O'Higgins en Richmond -también marcada por las redondelas azules- y en este caso hay fotos que lo atestiguan.
En la ruta de este turista accidental hubo otras paradas significativas, entre ellas el puente de Winnie the Pooh. Pero lo más recordable sin duda fue la casa de Samuel Johnson y el pub donde Johnson solía aparecer, me parece que para juntarse con Garrick o Walpole o Joshua Reynolds, según retiene mi defectuosa memoria de antiguas lecturas y de las placas puestas en los rincones del recinto, por lo demás diseñado para gente muy chica.
El hecho es que, a pesar de su preponderancia en esa zona de Fleet Street, en la ciudad en general y en las letras inglesas, pareciera que la figura de Johnson quedó referida para siempre a la de su biógrafo y acompañante permanente, James Boswell. En la literatura, como ha observado Borges, son muy eficientes estas duplas unidas por la amistad y por las diferencias: don Quijote y Sancho, Bouvard y Pécouchet, y, por supuesto, Sherlock Holmes y el doctor Watson. Habría que agregar otro factor de unión: la aventura.
Durante décadas insistieron desde la academia en aislar radicalmente el factor biográfico del análisis de la obra literaria. El sujeto que habla en el texto no es el que escribe y el que escribe no es el que vive, enfatizaba Enrique Lihn parafraseando a Barthes.
Sin embargo hay cordones de plata entre el mundo que entendemos por real y el que entendemos por ficticio o ficcional. Si a uno le hablan por escrito sobre una ciudad, no tendríamos por qué cargar todo el esfuerzo a nuestra imaginación de lectores. Qué importa conocer los lugares que fueron modelos de lo ficticio. No para inaugurar discusiones irritantes sino para echar un vistazo no más, para captar la atmósfera.
Cosa distinta es la ocupación comercial indiscreta que prolifera en torno a los lugares áuricos de un escritor célebre. Es el caso de Isla Negra, saturada de ofertas de souvenires y objetos prodigiosos del nerudianismo, un poco a la manera de Roswell en relación con los marcianos.