A partir de 1967 Rumania ofreció al mundo una aterradora historia que solo terminaría en 1989 con la caída del dictador Nicolae Ceausescu. La agenda del líder comunista incluía potenciar la economía a partir de una ambiciosa idea: aumentar el tamaño de la población. Para eso el régimen eliminó el aborto, dificultó el divorcio, terminó con la producción local de anticonceptivos y con sus importaciones, implementó transferencias monetarias que incentivaran el número de hijos, facilitó el trabajo de las mujeres embarazadas y en lactancia e impulsó un visionario posnatal pagado de tres meses.
Pero el experimento tendría un mal desenlace. La economía rumana finalmente se derrumbó, el racionamiento y la pobreza golpearon a las familias. Padres y madres trabajaron en lo que fuese, optando por cualquier alternativa de cuidado infantil. El Estado "ayudó" abriendo centros. Se estima que en 1989 más de 170.000 niños vivían institucionalizados en 700 establecimientos públicos. ¿Su calidad? Deplorable. Bebés que pasaban todo el día en cunas, sin ningún estímulo, a cargo de personal sin preparación, alimentados solo con líquidos. Menores incluso se "perdieron" en el sistema. La caída del régimen dejó al descubierto un nivel de infierno que ni Dante imaginó.
Pero la historia sigue. Conmovidas, familias inglesas adoptaron niños rumanos abandonados en los centros del Estado. La situación ofreció una oportunidad única: la de comparar el desarrollo de menores ingleses adoptados en su país, con el de los rumanos adoptados por familias inglesas.
¿Los resultados? Desastrosos. Si bien las familias pudieron compensar las privaciones nutricionales iniciales (el peso promedio de los grupos a los 4 y 6 años fueron parecidos), para la mayoría de los niños rumanos los retrasos del desarrollo nunca se eliminaron. Solo aquellos adoptados antes de los seis meses de vida mostraron un desarrollo adecuado en el mediano plazo (Rutter, 1998). Una demostración que solo la acción temprana de las familias inglesas pudo ayudar. Un ejemplo de la existencia de períodos críticos en el desarrollo del ser humano (Heckman, 2007).
Con los primeros años de vida no se juega. En este período, como lo dejó claro la Rumania comunista, los daños pueden ser irreversibles. Por eso la literatura insiste en tres factores clave para una educación inicial exitosa: actuar temprano, con calidad e incluyendo a la familia. El problema es que el tema se ha transformado en el lugar común favorito de una clase política fanática de los cuentos de hadas. Chile es un ejemplo. El énfasis ha estado en más salas cuna, más jardines, más cobertura. ¿Y la calidad? Se le ha hecho el quite. ¿Recursos? Faltan, pero se insiste en la gratuidad universal. ¿Y la familia? ¡Que envíen los niños al jardín! ¿Asume, quizás, el Estado que los padres son tan malos que hay que reemplazarlos con servicios de dudosa calidad? No, el problema no son los padres, son los cuentos en primera infancia. Hay que terminarlos. Menos historias de hadas y más sentido de realidad.