En 1969 William Moore publicaba la novela "The Vertical Ghetto", una narración que daba forma a la segregación racial y la pobreza en el tipo arquitectónico de la torre de pequeños departamentos. Los gobiernos de los países desarrollados tardaron años en echar abajo muchos de aquellos infiernos disfuncionales e ingobernables que en la posguerra fueron su insigne política de vivienda. El fantasma distópico del gueto ensombrece el futuro de las torres que hoy son producidas desde el mercado inmobiliario. Un mercado que es una fuerza anónima y sin corazón que provoca estragos en todas las ciudades emergentes del mundo, cuyos galopes en libertad requieren ser controlados como a la más chúcara de las bestias.
El suelo y las propiedades se han vuelto el botín más preciado por tratarse de bienes especialmente especulables, es decir, sin necesidad de inversión de trabajo, su precio siempre sube; indemnes, incluso, a la volatilidad de la economía. La renta del suelo produce enormes inyecciones de capital en el mercado, elevando los precios y, en consecuencia, haciendo que las propiedades dejen de ser asequibles para la compra del ciudadano común. Así, se empieza a construir para los intereses de una cartera de inversionistas y la ciudad se vuelve un campo de negocio que escapa cada vez más a las decisiones y posibilidades de sus habitantes.
La cacería de brujas es estéril. Inútil perseguir al empresario que buscó la mayor rentabilidad de su negocio, al profesional que obedeció al dedillo las indicaciones de su cliente o al alcalde que intentó atrapar de cualquier manera más recursos para su comuna. Sencillamente inmoral es cuestionar la decisión de quienes habitan esos departamentos y que lucharán cada día por que esas torres se sigan pareciendo a sus sueños. Detrás de cada uno de los actores en conflicto, hace fila una legión. Todos atrapados por el mismo puño invisible que nos estrangula: un capital desarraigado y fuera de control característico de nuestros tiempos líquidos.
Impotentes son las éticas, porque ya no tratamos ni con instituciones ni con personas. Es tiempo de política urbana, de estrictos marcos normativos en constante revisión, de planificación anticipada y participativa, de lucha por la transparencia y estricta vigilancia a la corrupción. Defendamos el principio político que considera la ciudad como un espacio para vivir y no para acelerar el flujo del capital, antes de que escape completamente de nuestras manos.