Sabíamos que era difícil. Lo sabía él y los que alentamos y respaldamos su postulación a la Presidencia de la República. Jugaba en su contra la edad, desde luego. Lo mismo su razonamiento falto de eslóganes, su mirada global y por lo mismo distante, su afición a ideas que no caben en un tweet , su visión de un país con una identidad compartida y conducido por instituciones impersonales; en fin, su estampa de estadista antes que de vocero.
Sabíamos también que había que remar contra el rechazo que se había fraguado en el campo de la izquierda hacia la obra de la Concertación, cuyo ícono es la figura de Ricardo Lagos, fruto de un sistemático esfuerzo de demolición que tuvo de cómplice la indolencia de quienes fueran sus protagonistas.
Sabíamos de sobra que el pacto del 2 de febrero de 1988 que diera origen a la Concertación de partidos por el NO, consagrando la alianza estratégica entre el PS y la DC en torno a una vía de cambios institucional y reformista, venía mostrando signos de fractura desde hacía ya largo tiempo. Rememoremos la pugna "autoflagelantes" / "autocomplacientes" a fines de los años noventa, la cual nunca se zanjó del todo y que el propio Lagos, en su gobierno, se contentó con administrar. Recordemos cómo Soledad Alvear, apoyada por un establishment que deseaba garantizar la alternancia izquierda-decé para asegurar la continuidad de la Concertación, terminó desplazada por una figura periférica, Michelle Bachelet, la cual disponía -quizás por lo mismo- de una irremontable popularidad. No olvidemos que el mismo Partido Socialista prohijó a Enríquez-Ominami, quien se irguió en el verdugo del candidato presidencial de la Concertación en 2009. Aún más fresco está el recuerdo del proceso que condujo a este gobierno, que dio por clausurado el ciclo de la Concertación y, de paso, la vigencia de sus líderes históricos. Creó una nueva coalición con el PC y otros grupos de izquierda, subsidió electoralmente a los líderes estudiantiles de 2011 y adoptó un programa laicista y antimercantilista basado en la crítica a lo que la propia Concertación había construido, programa con el cual las tradiciones democratacristiana y socialdemócrata nunca se sintieron confortables.
Todo esto, como dije, lo sabíamos. O lo debíamos saber. Pero lo cierto es que las cosas no se entienden cuando se saben, sino cuando se viven. Pasa con el amor, con la enfermedad, con la obsolescencia. Quizás con la propia muerte. Los síntomas están, pero no se les toma el peso, o no se los interpreta correctamente. Es solo cuando se hace la experiencia que todo deviene cristalino, que todo cuadra y se puede pasar a otra etapa.
Es lo que ocurrió con el rechazo del PS a Lagos.
¿Que cometió errores?, ¿que no supo leer los nuevos tiempos? Sí, seguro. Lo creyó su deber y se lanzó al ruedo, fiel a una épica que es inusual en nuestros días: la misma porfía de Allende en La Moneda en llamas; la misma certeza de que la vida no es fruto de un cálculo, sino de una intuición. Creyó que su hora no había terminado, y lo seguimos. Fracasó, sí, y con él todos nosotros. Pero quizás necesitábamos que alguien nos empujara a hacer nuevamente esta experiencia, la del fracaso. Ayer fue Allende; esta vez fue Lagos.
"La vida continúa": estas fueron sus últimas palabras cuando anunció que declinaba. Así es: la vida continúa, para Ricardo Lagos y para quienes lo hemos acompañado. Para ello hay que saber hacer el duelo. No buscar explicaciones en la traición. Dejar a un lado los rencores. Admitir que hay cosas que escapan a nuestro entendimiento y control. Y confiar, por sobre todo, en el mundo nuevo que nace del amor y el talento de nuestros descendientes.